Doctora en Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Comunicación (UNAM), feminista, profesora-investigadora en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.
Elvira Hernández Carballido comparte su experiencia con su cuerpo y los cambios que ha experimentado a lo largo de 54 años: desde la primera menstruación y otras transformaciones físicas, el embarazo, el aborto, la cesárea, el deseo sexual hasta la menopausia, este último proceso que confirma que el cuerpo cambia para 'reconocerse y autoinventarse', expresa la columnista.
La primera vez que me topé con mi cuerpo fue en esa infancia feliz cuando me bañaba en la tina. Me encantaba verla llenar. Aspirar el vaporcito del agua caliente. Que mis dedos con una rapidez increíble confirmaran la tibieza o frialdad de ese líquido tan vital. Y después entrar, poco a poco sumergirme. Permitir que mis orejas chapotearan, que mis pies bucearan, que mis manos hicieran remolinos solidarios y que el agua transparente permitiera ver este cuerpo de niña, sin nubes ni montañas. Podía espiar dos pequeños girasoles cerca de mi corazón, pelusa de estrellas escondida en mi ombligo y la sonrisa de una media luna en ese cielo que me delataba eternamente como mujer.
Pero un día ese mismo cuerpo me asustó como nunca. Después de jugar futbol, sudorosa y despeinada, entré al baño para ahogar un grito de sorpresa, de temor e incomprensión. Mi calzoncito de flores coloridas estaba manchado de sangre, justo al centro. Sangraba de seguro por andar de "marimacha". Sangraba por ser niña mala. Sangraba por jugar cosas de niños. Sangraba por mi culpa, por mi culpa, por mi santa culpa. Me armé de valor y entre sollozos le confesé a mi hermana mayor lo que ocurría, hasta le entregué mi testamento y mis últimos deseos. Comprensiva, por sororidad de la buena, ni se burló, sacó un librito donde se explicaba lo que era la menstruación. Cuando se lo platicó a mi mamá, la sentencia fue marcada: "Ya eres mujer, te tienes que cuidar". Pensé que el cuidado se refería a ser muy limpia, cortar mis trapitos cada mes para no mancharme y colocarlos con mucho cuidado en mi ropa en esos días.
Al poco tiempo, en mi sonrisa de luna brotaron suaves nubes que la coronaron por siempre. Mis girasoles brotaron muy discretamente y preferí seguir usando mis cómodas camisetas. Empecé a usar desodorante y mi primer perfume, un Chanel número 5 que me regalaron en mi fiesta de XV años. Los chicos me empezaban a gustar mucho más, aunque siempre he sido enamoradiza.
Pero poco a poco las sensaciones y emociones fueron en aumento y en intensidad. Mi cuerpo se sentía a gusto con otro cuerpo, y descubrí que las mujeres sentíamos placer de muchas maneras, podíamos gozar de nuestra sexualidad y sentirnos plenas, amadas, acariciadas y, sobre todo, evitar embarazos no deseados.
Un día me enamoré de tal manera que después de mucho pensarlo decidí tener un hijo. Y esta vez mi cuerpo cambió como nunca. Mi vientre crecía como bola de cristal donde imaginaba los mejores futuros, como espiral de vida, como huracán de sus suspiros. Mi cuerpo a veces me resultaba extraño: mi ombligo brincaba como rana, mi vientre estaba tatuado por una línea oscura muy derechita, mi panza se movía con chipotes extraños que delataban los movimientos de mi hijo tan deseado. Y una mañana de octubre, ese cuerpo permitió que lo llenaran de sondas, que lo inyectaran de un lado y en la espalda, que le quitaran sus nubes de algodón y que abrieran su vientre para dar paso a la vida. Desde entonces mi vientre quedó partido, del ombligo hasta mi pubis está la prueba irrefutable que por ahí surgió mi hijo a la vida.
Pero en una ocasión mi cuerpo sintió un cambio no planeado ni deseado, esa vez tuvo que enfrentar una situación triste pero con más seguridad descubrí que mi cuerpo es mío y con el corazón desgarrado preferí vivir un aborto clandestino que continuar un embarazo no deseado. Ese día mi cuerpo lloró como nunca había llorado, pero fue consolado por todas las personas que me quieren y aceptan lo que soy y lo que decido no por gusto sino como un último recurso.
Pronto me convertí en señora de cuatro décadas, pero seguía con la minifalda y las medias coloridas. Mi cuerpo me llenó de vientos bellos y airosos, de reencuentros conmigo misma, de noches pasionales, miradas solidarias, fantasías compartidas y derroches sensuales. Sin darme cuenta llegué a la mitad de siglo llena de sueños y muchos retos. Pero una mañana, yo que soy exactita en mi menstruación, noto su ausencia un día, dos días, tres días, una semana... Cómo puede pasarme esto a mí ahora que soy señora de cinco décadas. Hago cuentas, recuerdo mi confianza en el método ritmo, en que decidí ya no tomar pastillas, que después de la terrible experiencia con el dispositivo nunca volví a confiar en ponerme otro aparato parecido. Hago cita urgente con mi ginecóloga. En su consultorio repasamos mi historial médico. Tranquila, me quiere convencer: "Debe ser la menopausia". Pero no tengo bochornos, más bien me he vuelto más friolenta, lo juro. Falta de libido, la verdad, me sigue encantado hacer el amor. Resequedad vaginal, y me sonrojo ante los lluviosos latidos de mi luna todavía fresca en el momento apasionado. Cambio de humor, quizá, ya no soy tan tolerante ni prudente, a veces exploto con más facilidad que antes... Sí, debe ser mi primer acercamiento con la menopausia.
Este cuerpo, insisto, siempre cambia.
La menopausia confirma que mi cuerpo cambia, siempre para reconocerse y autoinventarse. Que este cuerpo cambia siempre en solidaridad consigo mismo. Que cambia para seguir siendo bien compartido. Que cambia para que me permita seguir creyendo en las nubes frías y en las lunas tibias. Que cambie para que confirme mi vocación de mujer eterna que este quince de abril cumplió 54 años.