MAYO 2018

El arte de permitirse fallar

En un ejercicio introspectivo, Raquel Ramírez Salgado cuestiona el mandato patriarcal de ser 'la mejor' para dar paso al arte de permitirse fallar: revisar la propia historia y honrarla a partir del amor propio y el autocuidado que implica, necesariamente, soltar.

Después de poco más de un año de silencio, me he obligado a volver a escribir para tratar de que mi vida tenga de nuevo estructura. No me refiero a la rigidez, me refiero a la fortaleza (combinación entre fuerza y fluidez) que te permite sobrevivir.

Resulta que desde hace tiempo no soy "la mejor". Desde que era niña me dijeron que debía ser "la mejor". Nunca he sido la más bonita, ni la más popular; entonces, me vino "bien" ser "la mejor", la "más inteligente" y aplicada.

Por ratos renunciaba a esa carga tan pesada (ya saben, la secundaria y la adolescencia), pero, siempre regresaba a mí. El mandato era que, pasara lo que pasara, la vida tenía que seguir y nunca fallar. Eso también, erróneamente, me lo creí.

Después de sobrevivir a la violencia machista por casi siete años, decidí recuperar mi vida. Uno de los caminos era volver a la academia. Y ese es uno de los espacios idóneos para mantener el espejismo de ser "la mejor". Lo irónico del asunto es que nunca me ha gustado la competencia y siempre he sido solidaria. Claro que la experiencia vivida me llevó a dudar que mi solidaridad haya sido valorada, incluso, por quienes se dicen amigas o aliadas. De hecho, mi paso por la academia me ha llevado a atestiguar y vivir la traición, la mentira, la ingratitud, y la forma en la que las personas venden su dignidad y honestidad con tal de congraciarse con quien detenta el poder. Aunque mi paso por el posgrado me permitió sostener el mandato de ser "la mejor", pronto llegó el agotamiento y la depresión.

¿Cómo recuperar la confianza luego de escuchar durante cuatro años que lo que haces no es valioso? ¿Cómo confiar de nuevo en las personas? ¿Cómo recuperar las ganas de seguir adelante? Luego de recibir maltrato y de enfrentar profundas decepciones siendo estudiante de doctorado, seguido de una separación muy dolorosa, ya no podía mantener el mandato de ser "la mejor".

Durante este proceso ha habido pérdidas energéticas, materiales; hace un año regresé a México luego de culminar una estancia de investigación (experiencia que ya he relatado en otro texto). Ahora sí debía enfrentar al mundo "real". Debía volver no solo de manera física, también emocional y espiritual. Había varios elementos en contra: el término de la beca, la precariedad laboral... asumir que seguía sintiendo dolor. Y así, conocí el arte de permitirme fallar.

Me dediqué a dormir, a llorar, a caminar, a pensar. A veces, todo parecía un sueño. No sentía soledad, sino desolación. Ya no tenía ganas de ser "la mejor", ya no quería ser la que nunca "fallaba", la que siempre podía superar cualquier adversidad; mucho menos quería ser la conciliadora, la comprensiva, la generosa. ¡No!

Mientras estaba en esa pesadilla, observaba cómo las personas tenían vidas "maravillosas". Y pensaba: ¿cómo lo hacen si el mundo es una mierda y no tiene salvación? También, mientras dormía y lloraba, otras personas comenzaban a ocupar espacios "estratégicos" y "dignos" (laborales, académicos). Yo solo quería guardar la poquita energía que tenía para no apagarme por completo. Y sí, decidí no "luchar" durante un buen rato por estar en dichos espacios. En otro momento, "la mejor" hubiera luchado por estar ahí, aunque tuviera el corazón roto. La diferencia es que ahora tenía roto el corazón y el alma.

Tal vez tomé malas decisiones. Algunas veces me cuestiono si mis condiciones de vida serían diferentes (mejores) si hubiera luchado por seguir siendo "la mejor". Y el remordimiento me carcome la conciencia cada vez que leo información sobre la terrible situación económica y social de este país. Lo cierto es que, en verdad, no podía. A lo mejor todavía no puedo. De hecho, escribo este texto (que debí de haber entregado la semana pasada) en vez de escribir un artículo cuya fecha de entrega se acerca, y que hago en coautoría (qué gran responsabilidad es eso; seguro están enojadas conmigo por mis atrasos en las entregas). Desde la meritocracia capitalista, mi comportamiento sería evaluado como el de una floja, "privilegiada", que como ya es doctora, no tiene derecho a quejarse, y mucho menos a pretender no ser "la mejor".

Hace algunas semanas fui contratada para un proyecto (como free lance). Al principio, todo fluía, las ganas de escribir y de crear volvían. No sé qué pasó, pero no pude. Una noche pensaba en mandar un mensaje a quien me contrató para comentarle que no podía continuar. Sin embargo, al ser un buen proyecto y con una buena remuneración, pensé en el último esfuerzo y en hacer las entregas pendientes (paradójicamente, esa noche avancé y terminé buena parte del trabajo atrasado). A la mañana siguiente, un correo decía (entre otras cosas): "Raquel, he decidido prescindir de tus servicios. Lo siento". Sentí frustración porque no había dormido la noche anterior acabando los pendientes, y porque ya contaba con el dinero que ganaría; no obstante, también sentí liberación y felicidad. No, ya no era "la mejor". De hecho, "la mejor" nunca se hubiera atrasado con ningún trabajo, ni la hubieran despedido.

Por momentos, la culpa se instala en mi cabeza y no quiere salir de ahí. Ráfagas con pensamientos tipo "eres una floja e irresponsable; y, ahora, ¿cómo repondrás el dinero que no ganaste?" llegaban constantemente. Por primera vez en mi vida, el agotamiento superó al remordimiento y al deber ser. Sigo sin saber, en efecto, cómo repondré el dinero que no me pagaron. No es que no me importe, pero me da náuseas la idea de tener que seguir trabajando en algo que me rebasaba. Además, la autocompasión y el autoperdón son básicos, es decir, qué podría esperar sobre mí tras haber pasado por situaciones tan jodidas y tristes. Entonces, aprendí a honrar mi historia.

De todo lo que hago profesionalmente ahora, pocas cosas me agradan y satisfacen. Y esa es una clave para responderme algo que hace poco comencé a preguntarme: ¿Hasta cuándo o hasta qué punto te permitirás seguir fallando? Bueno, de cierta forma, toda la vida, pero, creo, es tiempo de moverme (de muchos lugares). Honro mi historia y todo el dolor que he vivido, pero gracias a todo el amor que me tengo, es importante y necesario, aunque sea de manera lenta, moverme. El malestar que genera permanecer en algún sitio deber ser una llamada de atención que no debo obviar. Pero, esta vez, no me moveré a partir de la lógica de "la mejor". No, lo haré con calma, amor propio, paciencia y autocompasión. Todavía no tengo la ruta trazada, pero sí la certeza de que ya no quiero estar donde estoy. Marcela Lagarde escribió que muchas veces nos preguntamos qué queremos, qué deseamos, qué necesitamos, y casi nunca nos preguntamos qué podemos. Pues ese será mi punto de partida, el qué puedo, y así tendré la posibilidad de avanzar con realismo, creatividad, honestidad, ya no como "la mejor", o sea, como ese personaje alimentado por las exigencias patriarcales: "A tu edad y con tu nivel académico deberías tener un esposo que te ame, un hijo, un trabajo estable, un auto, una casa, ser guapa, delgada, complaciente y maravillosa".