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De carne y de ceniza



Por Lucía Rivadeneyra
Comunicóloga por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Cursó la maestría en Literatura Mexicana, en la Facultad de Filosofía y Letras. Sus libros "Rescoldos", "En cada cicatriz cabe la vida" y "Robo Calificado" fueron merecedores de los Premios Nacionales de Poesía "Elías Nandino" (1987), "Enriqueta Ochoa" (1998) y "Efraín Huerta" (2003), respectivamente. En 2007, publicó la antología personal 'Rumor de tiempos'. Su material poético está incluido en numerosas antologías. La han traducido a diversos idiomas. Catedrática de la UNAM desde 1980, ejerce el periodismo en medios de circulación nacional.

Para Pablo Andrés, mi hijo, por su mayoría e edad,
entre las dudas, las certezas y los descubrimientos.

Somos cuerpo, sólo cuerpo y, a veces, amamos a otros cuerpos. Aprendemos a tocar, a sentir, a diferenciar texturas. Con los ojos cerrados podríamos saber cuál es la piel de un bebé y cuál la de un anciano, cuál el cuerpo de un hombre y el de una mujer, y saber qué seres dejan el cuerpo a la deriva y quiénes aprenden a cuidarlo o venerarlo.

Somos un cuerpo en el tiempo, a veces aprehendido y aprendido por otro cuerpo. Somos materia en la memoria de otros ojos, de otras manos, de otro olfato, de otro oído, de otra lengua. Dicen que los espíritus no tienen cuerpo; quizá por eso nos miramos -todos los días- al espejo para creer que estamos y reconocernos, para reprocharnos, para preguntarnos, para ratificarnos y tener alguna certeza de que todavía no nos vamos.

Al recordar a alguien imaginamos su andar, su complexión, su sonrisa o su rostro de enojo, su tono de pregunta, su aroma. Y siempre, siempre alguna parte de su cuerpo.

Hay cuerpos que van por la vida inéditos de besos, de caricias, de violencia, de preguntas. Hay cuerpos sin pena y sin gloria. Hay cuerpos memorables o no, pero amados. Hay cuerpos que, aunque lejanos, se antojan; y otros que, aunque cercanos, se rechazan. Hay cuerpos que de pronto se dejan para volver a ellos. Hay pieles para el gozo y el recuerdo eterno. Hay cuerpos que uno desea que no hablen para que no se acabe el encanto. Hay cuerpos que logran el equilibrio cuerpo y mente.

Hay otros vistos o imaginados por pintores, escultores, cineastas, literatos. Hay cuerpos anónimos en el metro y en las avenidas, en el café y en la televisión, en las escuelas, en las oficinas. Cuerpos que van y vienen, y que muchas veces se pierden en la infinita masa del olvido.

Hay cuerpos que responden a la menor provocación y otros a los que hay que seducir despacito. Hay cuerpos de celuloide y de pintura, de mármol y de óleo, de carne y hueso, otros de casi puro hueso y otros de casi pura carne. Hay otros de suspiros y hay otros que se atoran en la garganta a la mitad de los sueños. Hay otros con los que, aunque quiten la respiración, se podría dormir eternamente.

El cuerpo a veces se confunde con la tierra, con la madera y con el tiempo. A veces se hace ceniza que vuela o quema. Hay cuerpos de ceniza ya esparcida, que a lo mejor nos rondan y no lo hemos advertido.

Hay de cuerpos a cuerpos. Hay cuerpos y ¡ay, cuerpos! ¡Ay!






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