“ENTRE MUJERES INSURGENTES Y REVOLUCIONARIAS”
FACULTAD DE CIENCIAS POLITICAS Y SOCIALES
UNAM
Jueves 29 de abril. Mujeres insurgentes
- Josefina Hernández Téllez. La educación femenina en 1810
- Layla Sánchez Kuri. Presencia femenina en la Independencia.
- Elvira Hernández Carballido. Leona Vicario, la corresponsal de los insurgentes.
- Rosalinda Sandoval Orihuela. Los taconazos de Doña Josefa
Moderador: Vicente Castellanos Cerda
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Salón 12 Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
Viernes 30 de abril. Mujeres revolucionarias
- Rosa María Valles Ruiz. Periodista y feminista: Hermila Galindo
- Elsa Lever M. El Universal y las mujeres periodistas
- Gloria Hernández Jiménez. Mujeres, revolución y fotografía
- Francisca Robles. Los corridos y la presencia femenina
Moderadora: Noemí Luna García
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Sala Lucio Mendieta, Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
Sabines para los tiempos de influenza
Por Lucía Rivadeneyra
Comunicóloga por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Cursó la maestría en Literatura Mexicana, en la Facultad de Filosofía y Letras. Sus libros 'Rescoldos', 'En cada cicatriz cabe la vida' y 'Robo Calificado' fueron merecedores de los Premios Nacionales de Poesía “Elías Nandino” (1987), “Enriqueta Ochoa” (1998) y “Efraín Huerta” (2003), respectivamente. En 2007, publicó la antología personal 'Rumor de tiempos'. Su material poético está incluido en numerosas antologías. La han traducido a diversos idiomas. Catedrática de la UNAM desde 1980, ejerce el periodismo en medios de circulación nacional.
Confesión: Me desnudo igual que si estuviera sola, y de pronto descubro que estoy con Jaime. Cómo lo quiero entonces entre las sábanas y el frío. Me pongo a flirtearle como a un desconocido. Y él me hace la corte ceremonioso y tibio. No pienso que es mi esposo sino que lo engaño con otro. Y cómo lo quiero entonces en la risa de hallarme a solas con el amor prohibido. (Después, cuando pasó, no le tengo miedo, pero sí siento un escalofrío).
Sí, así me pasa con Jaime Sabines. No puedo contar que fui su vecina o que mis padres lo conocieron cuando niño o que algún amigo me lo presentó en su casa, sólo puedo decir que apareció de pronto, que una noche empecé a leerlo y ya no lo solté.
Lo descubrí en 1977, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM. Yo cursaba la materia Literatura y sociedad, con el escritor Gustavo Sainz y dejó leer Nuevo recuento de poemas, entre muchos otros libros, (uno por semana y, por supuesto, nadie se atrevía a protestar). Era la edición color rosa mexicano. Y fui a la presentación. Fue la primera vez que lo vi a los ojos, con mis veinte años a cuestas. Lo miré y me miró como sólo sus ojos podían mirar a una mujer, a una joven mujer que ya lo había descubierto. Me dedicó el libro.
Yo todavía no acababa de entender la forma lúdica de sus versos, pero advertía el ritmo y la cadencia. Desde entonces anda conmigo siempre que lo necesito. Me acompaña en el deseo, en la desesperación, en la tristeza, en los placeres, en las ausencias.
Algunos de mis compañeros decían que Sabines era el verso libre. Sí, ajá, ¡el verso libre! Muy pocos sabían lo que el poeta traía entre manos: el conocimiento perfecto de la técnica poética más la intensidad, el duende del que hablan los gitanos. Por eso, poco a poco su número de lectores se incrementó de manera sorprendente.
Después de aquella remota fecha, me aparecí en algunas de sus lecturas. No olvidaré el homenaje por sus sesenta años, en 1986, en el Museo Nacional de Arte y en el Palacio de Minería. Y otra vez a pedirle una dedicatoria, ahora para el libro azul leído sin piedad cientos de veces. Y otra vez su mirada en mis ojos y su pluma y sus palabras. Las crónicas de los periódicos dieron cuenta del tumulto que generó el autor. Recuerdo una cabeza que decía “Sabines más público que en el futbol” y sí, aunque resulta insólito, así fue.
Unos meses después, en el Teatro de la Ciudad, un domingo se llevaba a cabo la clausura de un Encuentro Internacional de Poetas. En primera fila, Octavio Paz. A Jaime Sabines le tocaba leer y estaba en el foro, rodeado del humo de su cigarro –uno tras otro, sin tregua. Aún no hablaba y los aplausos comenzaron. Dijo: “Hoy sólo voy a leer poemas de amor” y en ese momento todo el teatro estalló en una ovación memorable.
Empezó a leer y de pronto le pedían poemas y él los buscaba en el libro; si no los encontraba de inmediato, le gritaban “en la 86”, “en la 65”. Él leía y el público emocionado aplaudía y gritaba. Ya se retiraba el poeta y los aplausos continuaban. Regresó, leyó otro poco y se fue. Y los aplausos incontenibles y los gritos “otro”, “otro”, “otro”. Volvió al micrófono y dijo “ya me da pena”. Pero fue peor porque lo quisimos más, le aplaudimos más, le agradecimos más. Parecía que las manos enrojecidas de todos iban a sangrar y que las gargantas quedarían afónicas para siempre. Finalmente, se fue a sentar envuelto en humo.
Volví a atestiguar algo semejante, en el homenaje que se le rindió por sus setenta años, en la sala principal del Palacio de las Bellas Artes. Obsesiva que soy, llegué dos horas antes. Deseaba encontrarme con amigos y charlar sobre el tema. Ja, ja, cuando arribé ya había una fila apabullante. La entrada era gratis. Convocaba la poesía. No sé cómo obtuve un lugar.
Cuando el poeta apareció en el foro, lo acompañaba un arreglo de flores generoso. La primera ovación, inolvidable. “Estos son aplausos que lo lastiman a uno”, dijo el poeta. Y luego empezó a leer: “Lento, amargo animal/ que soy, que he sido,/…”. Y la noche se desbordó en intensidades y palabras. Se le cantaron Las mañanitas, se le lanzaron besos, gritos de “poeta, poeta”. Se le demostró el amor que se le tiene.
Tiempo después, no lo pude evitar, tuve que ir a su entierro, para aceptar que había partido. Él no era para hacerse ceniza, cómo si se la había pasado ardiendo. Tenía que volver a la tierra, al origen. No hubo tumultos en la agencia funeraria. Pocos lo acompañamos al panteón Jardín, de la Ciudad de México. Un ataúd de madera fina y sobre éste una bugambilia y también el dolor de sus deudos que se cuentan por miles. Hubo sol, a pesar de que un poeta había muerto.
Luego, a repetirlo, a tomar sus palabras despacito, a gozarlo, a saborearlo. A pesar de que, en ocasiones, la vida nos golpea, no hay como volver a Sabines porque algunos de sus poemas, por doler, reconfortan. En otros momentos es necesario buscar el verso que tenemos subrayado desde siempre, para ponerle una nueva fecha. Hace siglos que perdí la cuenta de las veces que he acudido a sus libros, de las veces que lo he citado, de las veces que lo he repetido ante otros y ante mí, ante mi almohada. Gracias a la memoria lo podemos traer siempre encima. En casos de crisis, de dudas, de influenza y de influencias, de cólera, y de sed, hay que tomar una buena dosis de Sabines. Siempre.
En el pasado mes de marzo, con motivo de un aniversario más de su nacimiento, se realizó afuera de Bellas Artes un maratón de lectura. Para variar, tratándose del poeta, resultó un acontecimiento tumultuario. Fue necesario, de pronto a cierta hora de la noche, parar el número de registros para llegar a un término. Si no hubiera sido así, quizá este día y a esta hora, más de alguno seguiría leyendo.
Y si bien es cierto que hay poemas y versos que ya están en la memoria colectiva y en las cartas de amor y en las antologías y hasta en el metro, también hay versos más íntimos, que escribió para nosotros y sólo para nosotros; es decir, en los versos que un día leímos y dijimos “aquí está lo que sentí y lo que necesito”.
Gracias a Sabines sabemos “¡Qué fácil es la ausencia!”. O requerimos decirle a alguien: “Ven a mi larga sed entretenida/ en bocas, escasos manantiales”. O tener la certeza de que “El exterminio asiste a los amantes”. O confesarle a alguien: “Me gusta pensar en ti desde que pienso”. Y hoy más que nunca, ante tanta angustia, tanta desinformación, tanto bombardeo de palabras absurdas, y ante el riesgo de taparse la boca porque no hay que intercambiar saliva y, por tanto, no hay que besar, no hay que salir, no hay que tocar… se puede declarar: “¡Carajo! Estoy cansado. Necesito/ morirme siquiera una semana”.
Para todos los condenados a Sabines, mientras estemos condenados a vida, nada mejor que la combinación de un brebaje mágico: Sabines y la luna porque “se puede tomar a cucharadas/ o como una cápsula cada dos horas. Sí, también a él se le puede tomar “en dosis precisas y controladas” y de vez en cuando, si el corazón y la realidad lo exigen, se puede tomar una sobredosis de Sabines sin cubrebocas. Lo dice con honestidad una de sus lectoras, una más. Una mujer que lo navega y lo pronuncia.
Comunicóloga por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Cursó la maestría en Literatura Mexicana, en la Facultad de Filosofía y Letras. Sus libros 'Rescoldos', 'En cada cicatriz cabe la vida' y 'Robo Calificado' fueron merecedores de los Premios Nacionales de Poesía “Elías Nandino” (1987), “Enriqueta Ochoa” (1998) y “Efraín Huerta” (2003), respectivamente. En 2007, publicó la antología personal 'Rumor de tiempos'. Su material poético está incluido en numerosas antologías. La han traducido a diversos idiomas. Catedrática de la UNAM desde 1980, ejerce el periodismo en medios de circulación nacional.
Confesión: Me desnudo igual que si estuviera sola, y de pronto descubro que estoy con Jaime. Cómo lo quiero entonces entre las sábanas y el frío. Me pongo a flirtearle como a un desconocido. Y él me hace la corte ceremonioso y tibio. No pienso que es mi esposo sino que lo engaño con otro. Y cómo lo quiero entonces en la risa de hallarme a solas con el amor prohibido. (Después, cuando pasó, no le tengo miedo, pero sí siento un escalofrío).
Sí, así me pasa con Jaime Sabines. No puedo contar que fui su vecina o que mis padres lo conocieron cuando niño o que algún amigo me lo presentó en su casa, sólo puedo decir que apareció de pronto, que una noche empecé a leerlo y ya no lo solté.
Lo descubrí en 1977, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, de la UNAM. Yo cursaba la materia Literatura y sociedad, con el escritor Gustavo Sainz y dejó leer Nuevo recuento de poemas, entre muchos otros libros, (uno por semana y, por supuesto, nadie se atrevía a protestar). Era la edición color rosa mexicano. Y fui a la presentación. Fue la primera vez que lo vi a los ojos, con mis veinte años a cuestas. Lo miré y me miró como sólo sus ojos podían mirar a una mujer, a una joven mujer que ya lo había descubierto. Me dedicó el libro.
Yo todavía no acababa de entender la forma lúdica de sus versos, pero advertía el ritmo y la cadencia. Desde entonces anda conmigo siempre que lo necesito. Me acompaña en el deseo, en la desesperación, en la tristeza, en los placeres, en las ausencias.
Algunos de mis compañeros decían que Sabines era el verso libre. Sí, ajá, ¡el verso libre! Muy pocos sabían lo que el poeta traía entre manos: el conocimiento perfecto de la técnica poética más la intensidad, el duende del que hablan los gitanos. Por eso, poco a poco su número de lectores se incrementó de manera sorprendente.
Después de aquella remota fecha, me aparecí en algunas de sus lecturas. No olvidaré el homenaje por sus sesenta años, en 1986, en el Museo Nacional de Arte y en el Palacio de Minería. Y otra vez a pedirle una dedicatoria, ahora para el libro azul leído sin piedad cientos de veces. Y otra vez su mirada en mis ojos y su pluma y sus palabras. Las crónicas de los periódicos dieron cuenta del tumulto que generó el autor. Recuerdo una cabeza que decía “Sabines más público que en el futbol” y sí, aunque resulta insólito, así fue.
Unos meses después, en el Teatro de la Ciudad, un domingo se llevaba a cabo la clausura de un Encuentro Internacional de Poetas. En primera fila, Octavio Paz. A Jaime Sabines le tocaba leer y estaba en el foro, rodeado del humo de su cigarro –uno tras otro, sin tregua. Aún no hablaba y los aplausos comenzaron. Dijo: “Hoy sólo voy a leer poemas de amor” y en ese momento todo el teatro estalló en una ovación memorable.
Empezó a leer y de pronto le pedían poemas y él los buscaba en el libro; si no los encontraba de inmediato, le gritaban “en la 86”, “en la 65”. Él leía y el público emocionado aplaudía y gritaba. Ya se retiraba el poeta y los aplausos continuaban. Regresó, leyó otro poco y se fue. Y los aplausos incontenibles y los gritos “otro”, “otro”, “otro”. Volvió al micrófono y dijo “ya me da pena”. Pero fue peor porque lo quisimos más, le aplaudimos más, le agradecimos más. Parecía que las manos enrojecidas de todos iban a sangrar y que las gargantas quedarían afónicas para siempre. Finalmente, se fue a sentar envuelto en humo.
Volví a atestiguar algo semejante, en el homenaje que se le rindió por sus setenta años, en la sala principal del Palacio de las Bellas Artes. Obsesiva que soy, llegué dos horas antes. Deseaba encontrarme con amigos y charlar sobre el tema. Ja, ja, cuando arribé ya había una fila apabullante. La entrada era gratis. Convocaba la poesía. No sé cómo obtuve un lugar.
Cuando el poeta apareció en el foro, lo acompañaba un arreglo de flores generoso. La primera ovación, inolvidable. “Estos son aplausos que lo lastiman a uno”, dijo el poeta. Y luego empezó a leer: “Lento, amargo animal/ que soy, que he sido,/…”. Y la noche se desbordó en intensidades y palabras. Se le cantaron Las mañanitas, se le lanzaron besos, gritos de “poeta, poeta”. Se le demostró el amor que se le tiene.
Tiempo después, no lo pude evitar, tuve que ir a su entierro, para aceptar que había partido. Él no era para hacerse ceniza, cómo si se la había pasado ardiendo. Tenía que volver a la tierra, al origen. No hubo tumultos en la agencia funeraria. Pocos lo acompañamos al panteón Jardín, de la Ciudad de México. Un ataúd de madera fina y sobre éste una bugambilia y también el dolor de sus deudos que se cuentan por miles. Hubo sol, a pesar de que un poeta había muerto.
Luego, a repetirlo, a tomar sus palabras despacito, a gozarlo, a saborearlo. A pesar de que, en ocasiones, la vida nos golpea, no hay como volver a Sabines porque algunos de sus poemas, por doler, reconfortan. En otros momentos es necesario buscar el verso que tenemos subrayado desde siempre, para ponerle una nueva fecha. Hace siglos que perdí la cuenta de las veces que he acudido a sus libros, de las veces que lo he citado, de las veces que lo he repetido ante otros y ante mí, ante mi almohada. Gracias a la memoria lo podemos traer siempre encima. En casos de crisis, de dudas, de influenza y de influencias, de cólera, y de sed, hay que tomar una buena dosis de Sabines. Siempre.
En el pasado mes de marzo, con motivo de un aniversario más de su nacimiento, se realizó afuera de Bellas Artes un maratón de lectura. Para variar, tratándose del poeta, resultó un acontecimiento tumultuario. Fue necesario, de pronto a cierta hora de la noche, parar el número de registros para llegar a un término. Si no hubiera sido así, quizá este día y a esta hora, más de alguno seguiría leyendo.
Y si bien es cierto que hay poemas y versos que ya están en la memoria colectiva y en las cartas de amor y en las antologías y hasta en el metro, también hay versos más íntimos, que escribió para nosotros y sólo para nosotros; es decir, en los versos que un día leímos y dijimos “aquí está lo que sentí y lo que necesito”.
Gracias a Sabines sabemos “¡Qué fácil es la ausencia!”. O requerimos decirle a alguien: “Ven a mi larga sed entretenida/ en bocas, escasos manantiales”. O tener la certeza de que “El exterminio asiste a los amantes”. O confesarle a alguien: “Me gusta pensar en ti desde que pienso”. Y hoy más que nunca, ante tanta angustia, tanta desinformación, tanto bombardeo de palabras absurdas, y ante el riesgo de taparse la boca porque no hay que intercambiar saliva y, por tanto, no hay que besar, no hay que salir, no hay que tocar… se puede declarar: “¡Carajo! Estoy cansado. Necesito/ morirme siquiera una semana”.
Para todos los condenados a Sabines, mientras estemos condenados a vida, nada mejor que la combinación de un brebaje mágico: Sabines y la luna porque “se puede tomar a cucharadas/ o como una cápsula cada dos horas. Sí, también a él se le puede tomar “en dosis precisas y controladas” y de vez en cuando, si el corazón y la realidad lo exigen, se puede tomar una sobredosis de Sabines sin cubrebocas. Lo dice con honestidad una de sus lectoras, una más. Una mujer que lo navega y lo pronuncia.
Etiquetas: Cotidianidades de Lucia Rivadeneyra
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