“ENTRE MUJERES INSURGENTES Y REVOLUCIONARIAS”
FACULTAD DE CIENCIAS POLITICAS Y SOCIALES
UNAM
Jueves 29 de abril. Mujeres insurgentes
- Josefina Hernández Téllez. La educación femenina en 1810
- Layla Sánchez Kuri. Presencia femenina en la Independencia.
- Elvira Hernández Carballido. Leona Vicario, la corresponsal de los insurgentes.
- Rosalinda Sandoval Orihuela. Los taconazos de Doña Josefa
Moderador: Vicente Castellanos Cerda
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Salón 12 Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
Viernes 30 de abril. Mujeres revolucionarias
- Rosa María Valles Ruiz. Periodista y feminista: Hermila Galindo
- Elsa Lever M. El Universal y las mujeres periodistas
- Gloria Hernández Jiménez. Mujeres, revolución y fotografía
- Francisca Robles. Los corridos y la presencia femenina
Moderadora: Noemí Luna García
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Sala Lucio Mendieta, Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
La tía Rebeca
Historias, cuentos, reflexiones y vida cotidiana
Por Yoloxóchitl Casas Chousal
Periodista mexicana, comunicadora, escritora, editora, asesora, consultora y promotora de los derechos de las mujeres y los derechos humanos.
La tía Rebeca se levantó temprano y se fue al salón de belleza. No obstante sus sesenta años, ella seguía siendo una mujer delgada, tal vez enjuta, pero coqueta.
--Ahora sí, doña Rebe, parece que es usted la que se va a casar. Quedó guapísima --le dijo Olivia, la peinadora.
--Qué va muchacha, el que se casa es mi sobrino Sergio, el primer hijo de mi hermana la más chica, y mi consentido --acotó Rebeca--. Si supiera, Oli, que su novia no se quería casar por la iglesia. Semejante insensatez. En mis tiempos una soñaba con la iglesia, el ramo. Y ahora, con una mano en la cintura, dicen "no, por la iglesia no". Vaya muchachos.
De regreso en casa, Rebeca sacó del fondo del closet el vestido con piedritas que daban destellos en amatista. Lo despojó de la cubierta plástica y revisó que los botones de la espalda estuvieran asegurados. De haber sido como su madre, habría preferido un sobrio ajuar en negro con algún bordado en chaquiras, pero los tiempos cambian y éste le combinaba perfecto con su pelo teñido de aurora boreal. Sobre él llevaría el viejo abrigo de nutrias. Lo había heredado de su abuela, y desde que cumplió los veintidós, cada inicio de primavera lo llevaba al peletero para que lo guardara en el refrigerador durante dos meses exactos. La misma rutina cada año. Pero no era momento de enfrascarse en rutinas. Sergio se casaría en un par de horas y ella no podía faltar, como no lo hizo cuando nació y estuvo allí para ayudar a la matrona a limpiarlo, ponerle el primer pañal y arrullarlo hasta que su madre se recuperara del trauma del parto.
Rebeca llegó puntual al templo. Caminó despacito por el pasillo central. Se dejó envolver por los aromas de los nardos y las gladiolas blancas. Por la alfombra roja llegó hasta los pies del altar. Hizo una ligera reverencia y se persignó. Tomó asiento en la segunda fila. De su bolsa de fiesta sacó un diminuto espejo, su lápiz labial y miró la imagen de un rostro seco. Se cercioró de que allí seguían las arrugas de las comisuras de sus labios y un charquito de agua le llenó los ojos amenazando el maquillaje.
Hacía muchos años que vivía sola. Su madre, viuda, la obligó a cuidarla hasta su muerte. Falleció pronto, pero en su reloj ya era tarde. Los cuellos de encaje y las carpetitas de crochet le invadieron el futuro. Para entonces, vivir era una rutina que sólo rompía Sergio con sus carcajadas y aventuras.
Un penetrante aroma a incienso seguido de un tin tin de campanita la sacó de sus pensamientos. La iglesia se había llenado y el cura caminaba rumbo a la puerta para recibir a la pareja. Sergio ya estaba allí, vestido de frac negro y pajarita al cuello. Qué orgullosa estaba de su pequeño.
Nunca supo en qué momento le salió barba, se decidió por ser ingeniero y se enamoró de unos ojos tan negros como los que ella tuvo en su juventud. Si apenas le había visto brillar los dientes tras una sonrisa tímida, cuando le mostró su primer pantalón largo. Si hasta hace muy poco subió a trancos la escalera y la arrebató de su mecedora para obligarla a bajar a la sala donde le mostró ufano su título profesional. El mismo cuadro que cada tercer día sacude con cuidado y vuelve a colgar junto a la foto de su madre vestida de novia. Y hoy, allí estaba, en el quicio de la puerta de la iglesia esperando a que llegara un destino en el que ella no encajaba.
La gente se movió hacia los lados y apareció la novia. Vaya desfachatez, pensó Rebeca. A la casa del Señor no se viene con esos trapos. Por Dios, seguro que esta muchacha quiere poner en ridículo a la familia. Araceli mostraba unos pechos firmes que rebosaban un escote pronunciado. Una dama de honor le entregó el ramo hecho de azahares y rosetas de raso, idénticas a las que adornaban su negra cabellera. Cuando Sergio le ofreció el brazo a la novia, Rebeca trajo a su memoria las veces que se soñó envuelta en tules y sedas para llegar al altar con un ramo igual. Los mismos sueños que su madre truncó cuando aquella tarde de verano, la descubrió en plena Alameda acompañada de Augusto.
Rebeca no pudo evitar una mueca de desazón cuando pasaron junto a ella. Como si hubiera visto al mismo diablo, se volvió a persignar. Durante la ceremonia no perdió de vista a Sergio. Mientras permanecía hincado, enlazado por un hilo de perlas y cuentas brillantes, Rebeca se levantó de su asiento para tomar la hostia. Elevó la mirada hacia el redentor que yacía en su cruz, justo frente a ella y pidió por la felicidad del hijo que nunca tuvo y cuyo hueco colmó ese chiquillo de alegría desbordada.
La voz del barítono desde el coro, llenó con el Ave María los ánimos de las familias. Rebeca bajó la cabeza cubierta por una mantilla de encaje gris, volvió a su sitio, cerró los ojos y buscó en sus recuerdos borrados la juventud ilusionada y perdida.
La Marcha Triunfal de la ópera Aida la sacó de sus pensamientos. Miró al frente sólo para encontrarse con dos sonrisas radiantes, unas manos entretejidas y un par de vidas que iniciaban una vertiginosa carrera contra el tiempo. Pasaron junto a ella. Sergio le dedicó una intensa mirada y le arrojó un beso al viento. Rebeca no pudo menos que soltar a cachitos el mar que amenazaba con ahogarla por dentro.
Algunas horas después, sentada ante el espejo, mientras cepillaba su pelo violáceo y desprendía los arrocitos que hicieron nido en su coronilla, Rebeca se topó otra vez con sus ojos tristes.
Refractada en el cristal miró la sonrisa de su madre perpetuada en un retrato a lápiz colgado sobre la cabecera de su cama. Cerró los ojos para no verla. Las violentas horas de júbilo familiar le llenaron el pensamiento. La borrachera del suegro de Sergio, los ritmos alocados de una orquesta moderna, el desfile de risas de las jovencitas casaderas que hicieron una "víbora" enorme y que por más que se estiraron sobre las puntas de sus zapatos, no tuvieron la suerte de atrapar el bouquet de azahares que promete marido.
Rebeca volvió la mirada a su tocador. Allí, junto a la polvera de nácar, el alhajero musical y la cajita de Olinalá con su nombre grabado, descansaba el ramo de Araceli.
Por Yoloxóchitl Casas Chousal
Periodista mexicana, comunicadora, escritora, editora, asesora, consultora y promotora de los derechos de las mujeres y los derechos humanos.
La tía Rebeca se levantó temprano y se fue al salón de belleza. No obstante sus sesenta años, ella seguía siendo una mujer delgada, tal vez enjuta, pero coqueta.
--Ahora sí, doña Rebe, parece que es usted la que se va a casar. Quedó guapísima --le dijo Olivia, la peinadora.
--Qué va muchacha, el que se casa es mi sobrino Sergio, el primer hijo de mi hermana la más chica, y mi consentido --acotó Rebeca--. Si supiera, Oli, que su novia no se quería casar por la iglesia. Semejante insensatez. En mis tiempos una soñaba con la iglesia, el ramo. Y ahora, con una mano en la cintura, dicen "no, por la iglesia no". Vaya muchachos.
De regreso en casa, Rebeca sacó del fondo del closet el vestido con piedritas que daban destellos en amatista. Lo despojó de la cubierta plástica y revisó que los botones de la espalda estuvieran asegurados. De haber sido como su madre, habría preferido un sobrio ajuar en negro con algún bordado en chaquiras, pero los tiempos cambian y éste le combinaba perfecto con su pelo teñido de aurora boreal. Sobre él llevaría el viejo abrigo de nutrias. Lo había heredado de su abuela, y desde que cumplió los veintidós, cada inicio de primavera lo llevaba al peletero para que lo guardara en el refrigerador durante dos meses exactos. La misma rutina cada año. Pero no era momento de enfrascarse en rutinas. Sergio se casaría en un par de horas y ella no podía faltar, como no lo hizo cuando nació y estuvo allí para ayudar a la matrona a limpiarlo, ponerle el primer pañal y arrullarlo hasta que su madre se recuperara del trauma del parto.
Rebeca llegó puntual al templo. Caminó despacito por el pasillo central. Se dejó envolver por los aromas de los nardos y las gladiolas blancas. Por la alfombra roja llegó hasta los pies del altar. Hizo una ligera reverencia y se persignó. Tomó asiento en la segunda fila. De su bolsa de fiesta sacó un diminuto espejo, su lápiz labial y miró la imagen de un rostro seco. Se cercioró de que allí seguían las arrugas de las comisuras de sus labios y un charquito de agua le llenó los ojos amenazando el maquillaje.
Hacía muchos años que vivía sola. Su madre, viuda, la obligó a cuidarla hasta su muerte. Falleció pronto, pero en su reloj ya era tarde. Los cuellos de encaje y las carpetitas de crochet le invadieron el futuro. Para entonces, vivir era una rutina que sólo rompía Sergio con sus carcajadas y aventuras.
Un penetrante aroma a incienso seguido de un tin tin de campanita la sacó de sus pensamientos. La iglesia se había llenado y el cura caminaba rumbo a la puerta para recibir a la pareja. Sergio ya estaba allí, vestido de frac negro y pajarita al cuello. Qué orgullosa estaba de su pequeño.
Nunca supo en qué momento le salió barba, se decidió por ser ingeniero y se enamoró de unos ojos tan negros como los que ella tuvo en su juventud. Si apenas le había visto brillar los dientes tras una sonrisa tímida, cuando le mostró su primer pantalón largo. Si hasta hace muy poco subió a trancos la escalera y la arrebató de su mecedora para obligarla a bajar a la sala donde le mostró ufano su título profesional. El mismo cuadro que cada tercer día sacude con cuidado y vuelve a colgar junto a la foto de su madre vestida de novia. Y hoy, allí estaba, en el quicio de la puerta de la iglesia esperando a que llegara un destino en el que ella no encajaba.
La gente se movió hacia los lados y apareció la novia. Vaya desfachatez, pensó Rebeca. A la casa del Señor no se viene con esos trapos. Por Dios, seguro que esta muchacha quiere poner en ridículo a la familia. Araceli mostraba unos pechos firmes que rebosaban un escote pronunciado. Una dama de honor le entregó el ramo hecho de azahares y rosetas de raso, idénticas a las que adornaban su negra cabellera. Cuando Sergio le ofreció el brazo a la novia, Rebeca trajo a su memoria las veces que se soñó envuelta en tules y sedas para llegar al altar con un ramo igual. Los mismos sueños que su madre truncó cuando aquella tarde de verano, la descubrió en plena Alameda acompañada de Augusto.
Rebeca no pudo evitar una mueca de desazón cuando pasaron junto a ella. Como si hubiera visto al mismo diablo, se volvió a persignar. Durante la ceremonia no perdió de vista a Sergio. Mientras permanecía hincado, enlazado por un hilo de perlas y cuentas brillantes, Rebeca se levantó de su asiento para tomar la hostia. Elevó la mirada hacia el redentor que yacía en su cruz, justo frente a ella y pidió por la felicidad del hijo que nunca tuvo y cuyo hueco colmó ese chiquillo de alegría desbordada.
La voz del barítono desde el coro, llenó con el Ave María los ánimos de las familias. Rebeca bajó la cabeza cubierta por una mantilla de encaje gris, volvió a su sitio, cerró los ojos y buscó en sus recuerdos borrados la juventud ilusionada y perdida.
La Marcha Triunfal de la ópera Aida la sacó de sus pensamientos. Miró al frente sólo para encontrarse con dos sonrisas radiantes, unas manos entretejidas y un par de vidas que iniciaban una vertiginosa carrera contra el tiempo. Pasaron junto a ella. Sergio le dedicó una intensa mirada y le arrojó un beso al viento. Rebeca no pudo menos que soltar a cachitos el mar que amenazaba con ahogarla por dentro.
Algunas horas después, sentada ante el espejo, mientras cepillaba su pelo violáceo y desprendía los arrocitos que hicieron nido en su coronilla, Rebeca se topó otra vez con sus ojos tristes.
Refractada en el cristal miró la sonrisa de su madre perpetuada en un retrato a lápiz colgado sobre la cabecera de su cama. Cerró los ojos para no verla. Las violentas horas de júbilo familiar le llenaron el pensamiento. La borrachera del suegro de Sergio, los ritmos alocados de una orquesta moderna, el desfile de risas de las jovencitas casaderas que hicieron una "víbora" enorme y que por más que se estiraron sobre las puntas de sus zapatos, no tuvieron la suerte de atrapar el bouquet de azahares que promete marido.
Rebeca volvió la mirada a su tocador. Allí, junto a la polvera de nácar, el alhajero musical y la cajita de Olinalá con su nombre grabado, descansaba el ramo de Araceli.
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