“ENTRE MUJERES INSURGENTES Y REVOLUCIONARIAS”
FACULTAD DE CIENCIAS POLITICAS Y SOCIALES
UNAM
Jueves 29 de abril. Mujeres insurgentes
- Josefina Hernández Téllez. La educación femenina en 1810
- Layla Sánchez Kuri. Presencia femenina en la Independencia.
- Elvira Hernández Carballido. Leona Vicario, la corresponsal de los insurgentes.
- Rosalinda Sandoval Orihuela. Los taconazos de Doña Josefa
Moderador: Vicente Castellanos Cerda
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Salón 12 Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
Viernes 30 de abril. Mujeres revolucionarias
- Rosa María Valles Ruiz. Periodista y feminista: Hermila Galindo
- Elsa Lever M. El Universal y las mujeres periodistas
- Gloria Hernández Jiménez. Mujeres, revolución y fotografía
- Francisca Robles. Los corridos y la presencia femenina
Moderadora: Noemí Luna García
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Sala Lucio Mendieta, Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
El gran día
Historias, cuentos, reflexiones y vida cotidiana
Por Yoloxóchitl Casas Chousal
Periodista mexicana, comunicadora, escritora, editora, asesora, consultora y promotora de los derechos de las mujeres y los derechos humanos.
I
"¡Por última vez! -le gritó a voz en cuello-, ¿dónde te has metido muchacha de porra?", le dijo ya casi sin aliento y ahogada en el sollozo. Ángela sólo pasó junto a ella como un soplido. Necesitaba recoger algunos volantes que había escondido bajo la cama y cambiarse la sudadera chorreada de noches en vela e impregnada de olores a miedo e incertidumbre.
Doña Cecilia se derrumbó en la silla del pequeño y desvencijado comedor para cuatro personas, comprado años ha en La Lagunilla. Se llevó las manos a la cara y siguió gimiendo sin que su desazón obrara efecto alguno en esa muchacha que atribuladamente había irrumpido esa mañana. De la bolsa izquierda de su infaltable mandil sacó un pañuelo desechable, se sonó la nariz y exhaló un doloroso suspiro.
Con la actitud un poco menos descompuesta, Ángela se acercó despacito a su madre, se hincó y puso su cabeza en el regazo. Cecilia acarició los rizos desordenados de su única hija, producto de un amorío malogrado en su primera juventud. Pecado que la condenó a la soltería y la arrojó del hogar para enfrentarse, sin armas, a una vida azarosa. Fueron años de vicisitudes que sorteó vendiendo Avón y cosiendo ajeno, oficio que perfeccionó con el tiempo y le permitió colocarse en una fábrica donde dejó en prenda los pulmones y unos ojos que ahora se anegaban sin remedio tras gruesos cristales.
"No llores, mamita -pidió Ángela compungida-, he estado en la facultad, con los compañeros. No estamos haciendo nada malo, sólo que estos últimos días hemos tenido varias reuniones de preparación y la noche cae sin remedio. He dormido en los salones, juntamos las bancas y entre todos nos cuidamos. Ya verás que no va a pasarme nada, hoy es el gran día, hemos calculado todo y estamos confiados en que nada va a salir mal."
Ángela se levantó de entre los brazos de su madre, con un beso secó las lágrimas de sus ojos cansados, se echó el morral al hombro y dejó a Cecilia con una profunda opresión en el pecho.
II
Por la noche, Samuel Ibarra penetró a la explanada. En complicidad con algunos malolientes soldados de sonrisa sarcástica, apostados en el quicio de la iglesia, pudo mirar a través de su lente los vestigios de una lucha encarnizada. Obturó varias veces su cámara, captó lo mismo mantas pisoteadas, que ventanas rotas, cuadernos tirados, bolsas perdidas, charcos de lluvia, zapatos sin dueño.
Borrachos de sangre y muerte, los militares fumaban pausadamente resguardándose del frío de una madrugada lacrimosa.
Samuel había librado las bayonetas, pero no pudo evitar sentir sus estragos.
Merodear entre las ruinas, evocar la tarde llena de almas vivas, de voces ensanchadas por lo altoparlantes y capturar ahora en el nitrato de plata la desolación, el pánico, la furia, la sorpresa, la desorientación, le provocó náuseas, le descompuso el alma, le tasajeó la entraña.
Miró de reojo al par de verdes con sus armas colgadas al hombro. En franco descanso, con la única disposición superior de hacer guardar el orden en una plaza vacía, los cascos caqui podían darse el lujo de la disipación.
El fotógrafo aprovechó la holganza para hacer las últimas gráficas, no escatimó rollos, pero a cada presión, su pulso se descomponía.
Los sardos desde la iglesia lo llamaron, no podía alejarse más. Alzó la mano en señal de haber entendido y pedir tregua para "una más". Al girar para emprender el regreso captó las imágenes que le cambiarían la vida. Samuel escapó de la explanada. Dejó atrás a dos mareados rasos, evadió las calles donde apostaron los tanques y se escabulló entre las ambulancias que no habían terminado su trabajo. Corrió para refugiarse en su laboratorio casero.
Tras de sí, cerró la puerta de su departamento de soltero. Puso el cerrojo y recorrió con la mirada su sala llena aún con la presencia de esa reportera que le había hecho perder las primeras horas del gran día.
En la oscuridad rojiza y con las charolas de emulsiones frente a él, Samuel reveló los veinte rollos, imprimió contactos y una por una, cada foto fue clasificada.
III
Cecilia ya no recuerda los momentos de angustia que le siguieron a aquella mañana del gran día. Tampoco las horas de espera frente a puertas que nunca se abrieron, a respuestas que nunca le dieron, a súplicas que jamás se escucharon.
La costurera tiene hoy setenta años y no recuerda que las várices se le reventaron de tanto andar las aceras, de subir y bajar de camiones y peseras, del cansancio acumulado por recorrer oficinas, hospitales, delegaciones, anfiteatros, campos militares.
Sus ojos sin vida de tanto llorar y coser no tienen más imagen que la de una muchacha de cabellera alborotada, de risa cantarina y piernas de potranca.
Hace años que ya no la evoca entre sus brazos, como ese cachito de carne que le desquiciaba el tiempo, que le interrumpía el sueño pero que le llenaba el corazón de gozo.
Fuera del asilo donde hoy convalece su senectud forzada, Cecilia dejó el recuerdo de la niña de coletas largas que pronto se convirtió en una adolescente curiosa y luego en una jovenzuela rebelde y desparpajada.
Cecilia se mece en una silla inmóvil, el silencio le ha ribeteado la lengua de trapo, el dolor le coció los ojos en sal. Y sus manos de obrera afanosa de vez en vez resbalan dentro de su bolsillo para sentir, junto al zapatito rosa de croché, el recorte de un diario, amarillo de tiempo, que ostenta la foto de un tal Samuel Ibarra, es la de un pie desnudo bajo las ruinas.
Por Yoloxóchitl Casas Chousal
Periodista mexicana, comunicadora, escritora, editora, asesora, consultora y promotora de los derechos de las mujeres y los derechos humanos.
"¡Por última vez! -le gritó a voz en cuello-, ¿dónde te has metido muchacha de porra?", le dijo ya casi sin aliento y ahogada en el sollozo. Ángela sólo pasó junto a ella como un soplido. Necesitaba recoger algunos volantes que había escondido bajo la cama y cambiarse la sudadera chorreada de noches en vela e impregnada de olores a miedo e incertidumbre.
Doña Cecilia se derrumbó en la silla del pequeño y desvencijado comedor para cuatro personas, comprado años ha en La Lagunilla. Se llevó las manos a la cara y siguió gimiendo sin que su desazón obrara efecto alguno en esa muchacha que atribuladamente había irrumpido esa mañana. De la bolsa izquierda de su infaltable mandil sacó un pañuelo desechable, se sonó la nariz y exhaló un doloroso suspiro.
Con la actitud un poco menos descompuesta, Ángela se acercó despacito a su madre, se hincó y puso su cabeza en el regazo. Cecilia acarició los rizos desordenados de su única hija, producto de un amorío malogrado en su primera juventud. Pecado que la condenó a la soltería y la arrojó del hogar para enfrentarse, sin armas, a una vida azarosa. Fueron años de vicisitudes que sorteó vendiendo Avón y cosiendo ajeno, oficio que perfeccionó con el tiempo y le permitió colocarse en una fábrica donde dejó en prenda los pulmones y unos ojos que ahora se anegaban sin remedio tras gruesos cristales.
"No llores, mamita -pidió Ángela compungida-, he estado en la facultad, con los compañeros. No estamos haciendo nada malo, sólo que estos últimos días hemos tenido varias reuniones de preparación y la noche cae sin remedio. He dormido en los salones, juntamos las bancas y entre todos nos cuidamos. Ya verás que no va a pasarme nada, hoy es el gran día, hemos calculado todo y estamos confiados en que nada va a salir mal."
Ángela se levantó de entre los brazos de su madre, con un beso secó las lágrimas de sus ojos cansados, se echó el morral al hombro y dejó a Cecilia con una profunda opresión en el pecho.
Por la noche, Samuel Ibarra penetró a la explanada. En complicidad con algunos malolientes soldados de sonrisa sarcástica, apostados en el quicio de la iglesia, pudo mirar a través de su lente los vestigios de una lucha encarnizada. Obturó varias veces su cámara, captó lo mismo mantas pisoteadas, que ventanas rotas, cuadernos tirados, bolsas perdidas, charcos de lluvia, zapatos sin dueño.
Borrachos de sangre y muerte, los militares fumaban pausadamente resguardándose del frío de una madrugada lacrimosa.
Samuel había librado las bayonetas, pero no pudo evitar sentir sus estragos.
Merodear entre las ruinas, evocar la tarde llena de almas vivas, de voces ensanchadas por lo altoparlantes y capturar ahora en el nitrato de plata la desolación, el pánico, la furia, la sorpresa, la desorientación, le provocó náuseas, le descompuso el alma, le tasajeó la entraña.
Miró de reojo al par de verdes con sus armas colgadas al hombro. En franco descanso, con la única disposición superior de hacer guardar el orden en una plaza vacía, los cascos caqui podían darse el lujo de la disipación.
El fotógrafo aprovechó la holganza para hacer las últimas gráficas, no escatimó rollos, pero a cada presión, su pulso se descomponía.
Los sardos desde la iglesia lo llamaron, no podía alejarse más. Alzó la mano en señal de haber entendido y pedir tregua para "una más". Al girar para emprender el regreso captó las imágenes que le cambiarían la vida. Samuel escapó de la explanada. Dejó atrás a dos mareados rasos, evadió las calles donde apostaron los tanques y se escabulló entre las ambulancias que no habían terminado su trabajo. Corrió para refugiarse en su laboratorio casero.
Tras de sí, cerró la puerta de su departamento de soltero. Puso el cerrojo y recorrió con la mirada su sala llena aún con la presencia de esa reportera que le había hecho perder las primeras horas del gran día.
En la oscuridad rojiza y con las charolas de emulsiones frente a él, Samuel reveló los veinte rollos, imprimió contactos y una por una, cada foto fue clasificada.
Cecilia ya no recuerda los momentos de angustia que le siguieron a aquella mañana del gran día. Tampoco las horas de espera frente a puertas que nunca se abrieron, a respuestas que nunca le dieron, a súplicas que jamás se escucharon.
La costurera tiene hoy setenta años y no recuerda que las várices se le reventaron de tanto andar las aceras, de subir y bajar de camiones y peseras, del cansancio acumulado por recorrer oficinas, hospitales, delegaciones, anfiteatros, campos militares.
Sus ojos sin vida de tanto llorar y coser no tienen más imagen que la de una muchacha de cabellera alborotada, de risa cantarina y piernas de potranca.
Hace años que ya no la evoca entre sus brazos, como ese cachito de carne que le desquiciaba el tiempo, que le interrumpía el sueño pero que le llenaba el corazón de gozo.
Fuera del asilo donde hoy convalece su senectud forzada, Cecilia dejó el recuerdo de la niña de coletas largas que pronto se convirtió en una adolescente curiosa y luego en una jovenzuela rebelde y desparpajada.
Cecilia se mece en una silla inmóvil, el silencio le ha ribeteado la lengua de trapo, el dolor le coció los ojos en sal. Y sus manos de obrera afanosa de vez en vez resbalan dentro de su bolsillo para sentir, junto al zapatito rosa de croché, el recorte de un diario, amarillo de tiempo, que ostenta la foto de un tal Samuel Ibarra, es la de un pie desnudo bajo las ruinas.
0 Comentarios:
Publicar un comentario en la entrada
Enlaces a este post:
Posts Anteriores
- Tan insuficiente
- 44 mil familias afectadas en un típico albazo
- Agresión a K'inal, Tierra de Mujeres
- Periodismo feminista: contra viento y marea
- Aniversario del Primer Congreso Feminista en Méxic...
- ¿Quemar o arder? o ¿Cómo anda tu placer sexual?
- Y nos siguen matando…
- Consecuencias actuales del llamado “salario famili...
- EDICION DE SEPTIEMBRE 2009
- "Cuatro vertientes del feminismo en México", ESPIN...