“ENTRE MUJERES INSURGENTES Y REVOLUCIONARIAS”
FACULTAD DE CIENCIAS POLITICAS Y SOCIALES
UNAM
Jueves 29 de abril. Mujeres insurgentes
- Josefina Hernández Téllez. La educación femenina en 1810
- Layla Sánchez Kuri. Presencia femenina en la Independencia.
- Elvira Hernández Carballido. Leona Vicario, la corresponsal de los insurgentes.
- Rosalinda Sandoval Orihuela. Los taconazos de Doña Josefa
Moderador: Vicente Castellanos Cerda
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Salón 12 Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
Viernes 30 de abril. Mujeres revolucionarias
- Rosa María Valles Ruiz. Periodista y feminista: Hermila Galindo
- Elsa Lever M. El Universal y las mujeres periodistas
- Gloria Hernández Jiménez. Mujeres, revolución y fotografía
- Francisca Robles. Los corridos y la presencia femenina
Moderadora: Noemí Luna García
Inaugura: Maestro Arturo Guillemoud Rodríguez Vázquez
Sala Lucio Mendieta, Edificio de Posgrado (“F), 18:00 horas, FCPyS
En la cárcel...
Foto: AP
Historias, cuentos, poesía, reflexiones y vida cotidiana
Por Sandra Sierra Limones
Mexicana, libertaria, comunicóloga, editorialista y comprometida con las luchas de las mujeres.
Por Sandra Sierra Limones
Mexicana, libertaria, comunicóloga, editorialista y comprometida con las luchas de las mujeres.
“A mi abuela que como la del entrañable
Silvio, parió once hijos en el tiempo de la harina y un kilo de pan”
Silvio, parió once hijos en el tiempo de la harina y un kilo de pan”
En la celda hace un calor infernal. Sandra no se atreve a traspasar el quicio de la reja: las miradas de las compañeras son frías y acusadoras…. Una sonrisa apenas se aprecia en su rostro… “Por lo menos no son lascivas, por lo menos no siento que me desnudan como cuando estuve frente a los abogados y ministerios públicos”.
¿Remordimientos? No… Era mi deber. Cuando me casé me comprometí a hacerle fácil la vida, pero me tocó también hacerle fácil la muerte –contestó con la voz firme y la mirada perdida cuando el Ministerio Público trataba de hacer más largo el interrogatorio. A Sandra se le hacía conocido pero no pudo poner en orden sus pensamientos. Cerró los ojos tratando de concentrarse…
“¿Y usted… es prostituta?”. A pesar de vivir tantos años en México, a veces pienso que confundo las palabras, ¿Me estará preguntando lo que yo pienso? “No entiendo bien”- responde con una voz casi audible. “Sí, dígame, ¿usted tiene sexo por dinero?” Sigo sin entender. “No señor, le acabo de decir, soy casada y vengo a denunciar a mi esposo por los golpes”. “Mire, yo no sé en su país, pero aquí las únicas que vienen son las prostitutas, y si usted no es, pues yo le recomendaría que buscara una alternativa, este no es lugar para usted”.
De repente abrió los ojos y reafirmó su recuerdo: todo coincidía perfectamente, la misma mirada torva y el rostro hinchado, era el mismo funcionario que la había desalentado cuando por fin después de tantas dudas y de tantos golpes decidió buscar apoyo.
A pesar de no recibirlo, a partir de ese momento algo cambió en Sandra, las dudas se volvían más cuantiosas y las respuestas cada vez más insatisfactorias: “…Así es Jorge, ya no va a cambiar…” “Piensa en tus papás que están tan lejos y se preocupan…” “Pues ni modo mi niña le advertimos con tiempo y nos salió con que estaba enamorada, ahora aguántese…”
Pero… ¿Por qué? Lo que pedía antes con dulzura, después lo pedía con dureza, lo que antes era una concesión ahora era un deber y el miedo se apoderaba de cada uno de los lugares de su casa: el espacio donde se supone debes sentir confort y protección. El baño, después del sexo forzado en la regadera, la recámara, donde la cabecera astillada es un recuerdo mudo y permanente del puñetazo que no fue para ella, pero que estuvo muy cerca, el teléfono donde recibía llamadas cuando Jorge no estaba en las que una mujer le ordenaba dejarlo en paz además de insultarla en todos los tonos, o el sofá de la sala, donde se había quedado dormida cientos de veces esperando que llegara y de donde a veces la despertaba oliendo a alcohol, a cigarro y a perfume de mujer.
¿Remordimientos? No… Era mi deber. Cuando me casé me comprometí a hacerle fácil la vida, pero me tocó también hacerle fácil la muerte –contestó con la voz firme y la mirada perdida cuando el Ministerio Público trataba de hacer más largo el interrogatorio. A Sandra se le hacía conocido pero no pudo poner en orden sus pensamientos. Cerró los ojos tratando de concentrarse…
“¿Y usted… es prostituta?”. A pesar de vivir tantos años en México, a veces pienso que confundo las palabras, ¿Me estará preguntando lo que yo pienso? “No entiendo bien”- responde con una voz casi audible. “Sí, dígame, ¿usted tiene sexo por dinero?” Sigo sin entender. “No señor, le acabo de decir, soy casada y vengo a denunciar a mi esposo por los golpes”. “Mire, yo no sé en su país, pero aquí las únicas que vienen son las prostitutas, y si usted no es, pues yo le recomendaría que buscara una alternativa, este no es lugar para usted”.
De repente abrió los ojos y reafirmó su recuerdo: todo coincidía perfectamente, la misma mirada torva y el rostro hinchado, era el mismo funcionario que la había desalentado cuando por fin después de tantas dudas y de tantos golpes decidió buscar apoyo.
A pesar de no recibirlo, a partir de ese momento algo cambió en Sandra, las dudas se volvían más cuantiosas y las respuestas cada vez más insatisfactorias: “…Así es Jorge, ya no va a cambiar…” “Piensa en tus papás que están tan lejos y se preocupan…” “Pues ni modo mi niña le advertimos con tiempo y nos salió con que estaba enamorada, ahora aguántese…”
Pero… ¿Por qué? Lo que pedía antes con dulzura, después lo pedía con dureza, lo que antes era una concesión ahora era un deber y el miedo se apoderaba de cada uno de los lugares de su casa: el espacio donde se supone debes sentir confort y protección. El baño, después del sexo forzado en la regadera, la recámara, donde la cabecera astillada es un recuerdo mudo y permanente del puñetazo que no fue para ella, pero que estuvo muy cerca, el teléfono donde recibía llamadas cuando Jorge no estaba en las que una mujer le ordenaba dejarlo en paz además de insultarla en todos los tonos, o el sofá de la sala, donde se había quedado dormida cientos de veces esperando que llegara y de donde a veces la despertaba oliendo a alcohol, a cigarro y a perfume de mujer.
Empezó a ponerle nombre a los olores, agudizó tanto sus sentidos que llegó a saber cuál de sus nombres ficticios había sido la compañía de la noche. Pareciera que el único lugar sin miedo era el cuarto de Anita, aunque de repente sentía que las muñecas que la veían desde la repisa querían hablarle y darle un mensaje urgente… Huir, desaparecer, simplemente desvanecerse, cada vez con más frecuencia esos verbos ocupaban su cabeza.
Él le prometió que iba a ser su reina. En los momentos de mayor dolor lo recordaba: Su metro noventa de estatura, la espalda ancha y musculosa, su mirada intensa que la traspasaba, esa sensación de protección y bienestar mientras lo abrazaba y escondía el rostro entre sus brazos.
No solo era el más guapo de la escuela, también el más temible, se había ganado a puños la fama: era el alma de la fiesta, simpático, divertido, y sorprendentemente se había fijado en ella.
Harta de las restricciones paternas en el mundo de la libertad, Sandra se armó a estudiar la preparatoria con las tías de México. A ella no le había llegado el sueño americano. De qué le servía estar allá si sus amigos y amigas se reían de las costumbres que sus papás insistían en seguir. Pedir permiso, avisar dónde estás, no más tarde de las doce, no se toma alcohol, fuck, understand please, this is not México. La tía Inés y la tía Laura estaban encantadas, la juventud entraba por la misma puerta que se había llevado los afanes y los sueños de dos mujeres para las que nunca hubo un hombre que aprobara su padre.
Ganó libertad pero a un precio muy alto. Las cosas iban cambiando: ella que siempre había sido una alumna dedicada le perdió el gusto a la escuela. Nunca se había dado cuenta que no sabía escribir español, que iba a ser objeto de burlas por su acento y sus costumbres. De alguna manera había que salir del paso y Sandra también se ganó su fama: era guapa, fumaba, no tenía restricciones de horario y le gustaba el alcohol. En su casa solo recibía justificaciones y el gozoso y cómplice silencio de las que estaban viviendo a través de ella la juventud que se les escapó de las manos bajo la inquisitiva y estricta mirada de don Andrés.
Desde que se hizo novia de Jorge recibía las atenciones más sorprendentes. En los antros las mesas preferenciales, en la escuela se hacía un absoluto silencio cuando pasaban y hasta de los maestros recibía pequeñas pero significativas muestras de simpatía.
Un cigarro… no se puede recordar tanto sin un cigarro… Hay que agarrar valor y salir del espacio protector de la celda. El sol es implacable, y Sandra se arrima a un grupo de reclusas sentadas en el suelo, pegadas al edificio de dormitorios, intentando librarse de los generosos rayos del sol lagunero.
“…Uy manita los cigarros los puedes comprar en la tienda pero no te recomendamos, cuestan cuatro veces lo que afuera, mejor pide que te traigan, así le hacemos nosotros”. Sandra no pudo evitar una sonrisa. ¿Nosotros? No había un solo hombre en el horizonte, las mujeres también eran custodias… Hubiera querido entablar alguna plática trivial, recibir un cigarro de obsequio, incluso preguntas indiscretas sobre su estancia, la calidez de una amistad en este territorio minado y hostil pero solo privó el silencio.
Desalentada dio media vuelta urgida de reencontrarse con la protección de la celda. Daba pasos grandes y rápidos cuando una mano le tocó la espalda: “Manita como estás me llamo Rosy, pero aquí me dicen La Mojada.” Le dijo una minúscula muchacha de ojos sombreados y muy pocos kilos. Tímidamente Sandra sonrió: “mira no siempre somos tan mamonas, pero pues es que está cabrón lo que hiciste, acabar de matar a tu marido, esas sí son chingaderas, pero pues yo digo cada que como quiera estaba más para allá que para acá ¿no? Según lo que salió en las noticias estaba menos vivo que un aguacate, aunque ora sí mija, no se te va a acercar ni una mosca, ya ves como te dicen, la viuda negra y qué bueno que estás aquí, tu suegro dijo en la meritita tele que te va a matar”. Sin esperar una respuesta, La Mojada sigue: “yo estoy metida aquí por pendeja, por creerle a mi novio que no me iban a agarrar con mota, al rato si pudiera yo también me lo echaba.” La carcajada de ambas brotó espontánea, parece que finalmente no eran tan diferentes.
“Y mira, yo no entiendo, aquí casi todas estamos por lo mismo, por pendejas, porque el galán nos mandó a vender droga, porque lo acompañamos a robar, porque nos convenció de que podíamos hacer algo malo sin broncas, pero viene una que se echó a un cabrón y todas se asustan, o sea si estás por pendeja no hay pedo, pero si estas por cabrona, pos ahí sí”.
Más cosas para pensar, lo bueno es que aquí lo que sobra es tiempo…
“Tú tranquila, tú da tiempo a que se alivianen, son buena raza todas, vas a ver que después de la visita conyugal que es el Jueves andan más mansitas, hasta yo, aunque tengo ganas de cortarle los huevos al cabrón ese, pues como no puedo mejor me lo cojo”.
Tenía mucho tiempo que no me reía tanto…
“Por cierto y antes de que te imagines otra cosa, me dicen La Mojada porque me agarraron tratando de cruzar la frontera, gracias a Dios porque sí viví para contarla, allá en el pinche desierto estaba ya más muerta que viva, más seca que un caja de cartón”.
Ella había tenido suerte, sus padres eran los que habían pasado esos tragos amargos, era algo de lo que nunca hablaban, ella nació con ese envidiado pasaporte azul, en un barrio donde se hablaba español y en una casa donde se comían tamales en Navidad y se pedía la intercesión de la Virgen de Guadalupe casi para todo, con la piel morena y los ojos oscuros pero americana al fin.
“Bueno te comieron la lengua los ratones o de plano no hablas español, no mames, dicen que eres gringa pero más bien tienes cara de que eres de San Pedro o de Chávez, quién sabe de dónde serás gringa… Ta Bien, si no quieres hablar, a todas nos pasa, no hallas ni que decir, pero no te preocupes, no te mueres, así pensamos todas cuando llegamos y aquí andamos, jodidas pero aquí andamos, ora que si no hablas español, pues ya te chingaste porque no creo que aquí alguna de nosotras hablemos inglés”.
La Mojada se fue dejando a Sandra nuevamente sola, ensimismada en sus pensamientos, en sus recuerdos, dudando cuáles eran verdad y cuáles eran producto de esa imaginación florida que siempre le criticaron sus padres, sus hermanos, sus amigos y Jorge. Esa imaginación que la mantuvo viva y con esperanza tanto tiempo, que le permitía pensar que su mundo era diferente, que Jorge era el príncipe de los cuentos y que vivían en un castillo donde la única consigna que había era “ser felices para siempre”.
Un día Jorge se fue. Sandra no se sorprendió: el perfume era ya casi siempre el mismo, y sus argumentos fueron contundentes: “Yo no sé cómo me fijé en ti, estás chaparra, fea y sin chiste, a lo mejor me embrujaste, pero ahora sí me voy a fijar, está cabrón estar con una vieja que aparte de fea es bruja”. La suegra lo único que atinó a decir es que ya lo había predicho. Ella era “gringa” y tenía otras costumbres, eso no podía salir bien. Anita no representaba ningún vínculo. Había nacido mujer en una familia que se jactaba de que todos los primogénitos eran machitos. Fue una afrenta al apellido y el contacto con la niña era prácticamente nulo. Al poco tiempo las cuñadas le confirmaron lo que ya sospechaba: la “novia” entraba a casa de los papás de Jorge y era recibida con halagos y sonrisas. Lo raro es que sus cuñadas nunca le hablaban, según Jorge celosas de los privilegios que él recibía del padre por ser el hijo mayor y ahora le daban santo y seña de la nueva relación de su aún marido.
Hay recuerdos que arden, siente una que la respiración se acorta cuando vienen a la luz y darías la mitad de la vida porque nunca hubieran sucedido. Sandra hubiera preferido vivir todo sola, pero después del desalojo de la casa que Jorge dejó de pagar, no le quedó otro remedio que recurrir a las tías. Nada le dolió más, ni los golpes de Jorge, ni sus sueños frustrados, ni la indiferencia de sus suegros, ni la ausencia de sus padres, ni el llanto constante de su hija, al momento de sentir la calidez del abrazo de sus tías su cuerpo adquirió una capacidad ilimitada de llorar. Horas después la tía Inés le trajo un vaso de agua con sal. Realmente llegó a pensar que su sobrina se iba a deshidratar.
Con la misma paciencia y el mismo amor que lo habían hecho con ella, las tías acogieron y se encargaron de Anita a la que veían poco por la expresa prohibición de Jorge de visitarlas. Sandra siguió llorando: a veces bajito, a veces gimiendo, a veces con lágrimas copiosas, a veces con una sonrisa en el rostro. Las tías, con esa sabiduría ancestral que ciertas mujeres heredan, solo la abrazaban fuerte y le limpiaban las lágrimas.
Y las lágrimas vuelven a traicionarla: recordaba las discusiones nocturnas de las tías, el único momento donde se permitían sacar a flote su angustia y su desesperación, las salidas a la iglesia que se multiplicaron buscando la intercesión de todos los santos para que su sobrina encontrara rumbo y destino… Eso era lo más doloroso, pensar cómo lastimó a quien tanto la quería…
Thanks god. Las risas, los pasos, los murmullos y los gritos la sacan de sus recuerdos y La Mojada de repente está otra vez frente a ella.
“Ándale manita muévete, ya va a ser la clase, está buena, sirve que te distraes un rato, aparte es de a huevo, o sea que vas o vas o vas, ándaleeee”.
Sandra sigue a La Mojada. Extrañamente se da cuenta que desapareció el miedo. Qué raro. Está en la cárcel y no tiene miedo. Todas entran a un salón de clases, el calor se multiplica pero a nadie parece molestarle, entra una señora con actitud jovial, saluda, reparte besos y abrazos y empieza una exposición con cosas que nunca había escuchado.
“Desigualdad de género… violencia intrafamiliar… micromachismos… derechos humanos de las mujeres… estereotipos…”
Con timidez levanta la mano. Todas las miradas están puestas en ella:
“Soy Sandra, hace dos semanas mi esposo se accidentó y quedó en estado de coma, iba con su novia que tuvo suerte, no le pasó nada y no la volvimos a ver. Ya no vivíamos juntos pero me hablaron porque seguíamos casados y lo tenía que cuidar. Me hubieran dicho antes todo esto, y hubiera entendido muchas cosas. Ahora soy una asesina, lo ahogué con una almohada.” Trató de resistirse, pero realmente no pudo evitar esbozar una sonrisa.
Él le prometió que iba a ser su reina. En los momentos de mayor dolor lo recordaba: Su metro noventa de estatura, la espalda ancha y musculosa, su mirada intensa que la traspasaba, esa sensación de protección y bienestar mientras lo abrazaba y escondía el rostro entre sus brazos.
No solo era el más guapo de la escuela, también el más temible, se había ganado a puños la fama: era el alma de la fiesta, simpático, divertido, y sorprendentemente se había fijado en ella.
Harta de las restricciones paternas en el mundo de la libertad, Sandra se armó a estudiar la preparatoria con las tías de México. A ella no le había llegado el sueño americano. De qué le servía estar allá si sus amigos y amigas se reían de las costumbres que sus papás insistían en seguir. Pedir permiso, avisar dónde estás, no más tarde de las doce, no se toma alcohol, fuck, understand please, this is not México. La tía Inés y la tía Laura estaban encantadas, la juventud entraba por la misma puerta que se había llevado los afanes y los sueños de dos mujeres para las que nunca hubo un hombre que aprobara su padre.
Ganó libertad pero a un precio muy alto. Las cosas iban cambiando: ella que siempre había sido una alumna dedicada le perdió el gusto a la escuela. Nunca se había dado cuenta que no sabía escribir español, que iba a ser objeto de burlas por su acento y sus costumbres. De alguna manera había que salir del paso y Sandra también se ganó su fama: era guapa, fumaba, no tenía restricciones de horario y le gustaba el alcohol. En su casa solo recibía justificaciones y el gozoso y cómplice silencio de las que estaban viviendo a través de ella la juventud que se les escapó de las manos bajo la inquisitiva y estricta mirada de don Andrés.
Desde que se hizo novia de Jorge recibía las atenciones más sorprendentes. En los antros las mesas preferenciales, en la escuela se hacía un absoluto silencio cuando pasaban y hasta de los maestros recibía pequeñas pero significativas muestras de simpatía.
Un cigarro… no se puede recordar tanto sin un cigarro… Hay que agarrar valor y salir del espacio protector de la celda. El sol es implacable, y Sandra se arrima a un grupo de reclusas sentadas en el suelo, pegadas al edificio de dormitorios, intentando librarse de los generosos rayos del sol lagunero.
“…Uy manita los cigarros los puedes comprar en la tienda pero no te recomendamos, cuestan cuatro veces lo que afuera, mejor pide que te traigan, así le hacemos nosotros”. Sandra no pudo evitar una sonrisa. ¿Nosotros? No había un solo hombre en el horizonte, las mujeres también eran custodias… Hubiera querido entablar alguna plática trivial, recibir un cigarro de obsequio, incluso preguntas indiscretas sobre su estancia, la calidez de una amistad en este territorio minado y hostil pero solo privó el silencio.
Desalentada dio media vuelta urgida de reencontrarse con la protección de la celda. Daba pasos grandes y rápidos cuando una mano le tocó la espalda: “Manita como estás me llamo Rosy, pero aquí me dicen La Mojada.” Le dijo una minúscula muchacha de ojos sombreados y muy pocos kilos. Tímidamente Sandra sonrió: “mira no siempre somos tan mamonas, pero pues es que está cabrón lo que hiciste, acabar de matar a tu marido, esas sí son chingaderas, pero pues yo digo cada que como quiera estaba más para allá que para acá ¿no? Según lo que salió en las noticias estaba menos vivo que un aguacate, aunque ora sí mija, no se te va a acercar ni una mosca, ya ves como te dicen, la viuda negra y qué bueno que estás aquí, tu suegro dijo en la meritita tele que te va a matar”. Sin esperar una respuesta, La Mojada sigue: “yo estoy metida aquí por pendeja, por creerle a mi novio que no me iban a agarrar con mota, al rato si pudiera yo también me lo echaba.” La carcajada de ambas brotó espontánea, parece que finalmente no eran tan diferentes.
“Y mira, yo no entiendo, aquí casi todas estamos por lo mismo, por pendejas, porque el galán nos mandó a vender droga, porque lo acompañamos a robar, porque nos convenció de que podíamos hacer algo malo sin broncas, pero viene una que se echó a un cabrón y todas se asustan, o sea si estás por pendeja no hay pedo, pero si estas por cabrona, pos ahí sí”.
Más cosas para pensar, lo bueno es que aquí lo que sobra es tiempo…
“Tú tranquila, tú da tiempo a que se alivianen, son buena raza todas, vas a ver que después de la visita conyugal que es el Jueves andan más mansitas, hasta yo, aunque tengo ganas de cortarle los huevos al cabrón ese, pues como no puedo mejor me lo cojo”.
Tenía mucho tiempo que no me reía tanto…
“Por cierto y antes de que te imagines otra cosa, me dicen La Mojada porque me agarraron tratando de cruzar la frontera, gracias a Dios porque sí viví para contarla, allá en el pinche desierto estaba ya más muerta que viva, más seca que un caja de cartón”.
Ella había tenido suerte, sus padres eran los que habían pasado esos tragos amargos, era algo de lo que nunca hablaban, ella nació con ese envidiado pasaporte azul, en un barrio donde se hablaba español y en una casa donde se comían tamales en Navidad y se pedía la intercesión de la Virgen de Guadalupe casi para todo, con la piel morena y los ojos oscuros pero americana al fin.
“Bueno te comieron la lengua los ratones o de plano no hablas español, no mames, dicen que eres gringa pero más bien tienes cara de que eres de San Pedro o de Chávez, quién sabe de dónde serás gringa… Ta Bien, si no quieres hablar, a todas nos pasa, no hallas ni que decir, pero no te preocupes, no te mueres, así pensamos todas cuando llegamos y aquí andamos, jodidas pero aquí andamos, ora que si no hablas español, pues ya te chingaste porque no creo que aquí alguna de nosotras hablemos inglés”.
La Mojada se fue dejando a Sandra nuevamente sola, ensimismada en sus pensamientos, en sus recuerdos, dudando cuáles eran verdad y cuáles eran producto de esa imaginación florida que siempre le criticaron sus padres, sus hermanos, sus amigos y Jorge. Esa imaginación que la mantuvo viva y con esperanza tanto tiempo, que le permitía pensar que su mundo era diferente, que Jorge era el príncipe de los cuentos y que vivían en un castillo donde la única consigna que había era “ser felices para siempre”.
Un día Jorge se fue. Sandra no se sorprendió: el perfume era ya casi siempre el mismo, y sus argumentos fueron contundentes: “Yo no sé cómo me fijé en ti, estás chaparra, fea y sin chiste, a lo mejor me embrujaste, pero ahora sí me voy a fijar, está cabrón estar con una vieja que aparte de fea es bruja”. La suegra lo único que atinó a decir es que ya lo había predicho. Ella era “gringa” y tenía otras costumbres, eso no podía salir bien. Anita no representaba ningún vínculo. Había nacido mujer en una familia que se jactaba de que todos los primogénitos eran machitos. Fue una afrenta al apellido y el contacto con la niña era prácticamente nulo. Al poco tiempo las cuñadas le confirmaron lo que ya sospechaba: la “novia” entraba a casa de los papás de Jorge y era recibida con halagos y sonrisas. Lo raro es que sus cuñadas nunca le hablaban, según Jorge celosas de los privilegios que él recibía del padre por ser el hijo mayor y ahora le daban santo y seña de la nueva relación de su aún marido.
Hay recuerdos que arden, siente una que la respiración se acorta cuando vienen a la luz y darías la mitad de la vida porque nunca hubieran sucedido. Sandra hubiera preferido vivir todo sola, pero después del desalojo de la casa que Jorge dejó de pagar, no le quedó otro remedio que recurrir a las tías. Nada le dolió más, ni los golpes de Jorge, ni sus sueños frustrados, ni la indiferencia de sus suegros, ni la ausencia de sus padres, ni el llanto constante de su hija, al momento de sentir la calidez del abrazo de sus tías su cuerpo adquirió una capacidad ilimitada de llorar. Horas después la tía Inés le trajo un vaso de agua con sal. Realmente llegó a pensar que su sobrina se iba a deshidratar.
Con la misma paciencia y el mismo amor que lo habían hecho con ella, las tías acogieron y se encargaron de Anita a la que veían poco por la expresa prohibición de Jorge de visitarlas. Sandra siguió llorando: a veces bajito, a veces gimiendo, a veces con lágrimas copiosas, a veces con una sonrisa en el rostro. Las tías, con esa sabiduría ancestral que ciertas mujeres heredan, solo la abrazaban fuerte y le limpiaban las lágrimas.
Y las lágrimas vuelven a traicionarla: recordaba las discusiones nocturnas de las tías, el único momento donde se permitían sacar a flote su angustia y su desesperación, las salidas a la iglesia que se multiplicaron buscando la intercesión de todos los santos para que su sobrina encontrara rumbo y destino… Eso era lo más doloroso, pensar cómo lastimó a quien tanto la quería…
Thanks god. Las risas, los pasos, los murmullos y los gritos la sacan de sus recuerdos y La Mojada de repente está otra vez frente a ella.
“Ándale manita muévete, ya va a ser la clase, está buena, sirve que te distraes un rato, aparte es de a huevo, o sea que vas o vas o vas, ándaleeee”.
Sandra sigue a La Mojada. Extrañamente se da cuenta que desapareció el miedo. Qué raro. Está en la cárcel y no tiene miedo. Todas entran a un salón de clases, el calor se multiplica pero a nadie parece molestarle, entra una señora con actitud jovial, saluda, reparte besos y abrazos y empieza una exposición con cosas que nunca había escuchado.
“Desigualdad de género… violencia intrafamiliar… micromachismos… derechos humanos de las mujeres… estereotipos…”
Con timidez levanta la mano. Todas las miradas están puestas en ella:
“Soy Sandra, hace dos semanas mi esposo se accidentó y quedó en estado de coma, iba con su novia que tuvo suerte, no le pasó nada y no la volvimos a ver. Ya no vivíamos juntos pero me hablaron porque seguíamos casados y lo tenía que cuidar. Me hubieran dicho antes todo esto, y hubiera entendido muchas cosas. Ahora soy una asesina, lo ahogué con una almohada.” Trató de resistirse, pero realmente no pudo evitar esbozar una sonrisa.
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