16 Aniversario 2022 Artículos Aura Sabina 

Siempre caminarás con nosotras: ciao, Fran

Foto: google.com

Por Aura Sabina


Aura Sabina nos permite conocer una parte de la vida de Francesca Gargallo y su vínculo con ella, a través de este emotivo texto-homenaje con motivo de su fallecimiento acaecido el 3 de marzo.


Espero la luz como quien pide absolución
a sabiendas que vendrá.
Como otra noche
Ojalá entonces duerma.
Francesca Gargallo

Un ladrido y risas la precedieron. Por los pasillos, se sabía, estaba ya Francesca, profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Era febrero de 2008, donde impartiría Seminaria de Feminismo Latinoamericano (que luego cambió a Feminismo Nuestramericano). Se sentó justo frente a mí. Y desde allí procuró el diálogo colectivo entre todas las participantes. Estaban también Coque, Norminha, Gaba, Lorena, Layla… No era mi primer espacio feminista pero sí el más nutrido, plural, académico y seguro que hasta entonces conocía. Pronto empezamos a frecuentarnos, mientras ella no estuviera de viaje por Nuestramérica, Asia u otros lados. Nos escribíamos largamente. A veces iba a su casa a corregir mis versos. Ella también me compartía los suyos, o las ideas que estaba trabajando para siguientes colaboraciones. Un poco de pan, mucho café, postrecillos. O alguna cerveza durante alguna lectura de poesía. Caminatas largas por la Condesa, la Santa María, la Del Valle, Ciudad Universitaria…

Por supuesto que aunque lo intuía, en ese momento yo no tenía idea de todo lo grandiosa que era, así que comencé a leer La decisión del capitán y la alterné con Ideas feministas latinoamericanas. Creo que la única manera de amar a alguien es a través de su conocimiento, y ¿cómo no leerla? Descubrir paulatinamente su genialidad fue un proceso muy amoroso. No me refiero solamente a todo el legado académico y literario que nos ha dejado, pues con frecuencia solía compartirme sus textos originales de los últimos 10 años, sino a través de su trato cotidiano con todas las personas a quienes vi cerca: bien podría ser una doctora en Letras, una artista emergente, un migrante, el albañil, el vendedor de pollo, la muchacha que atendía la verdulería, la estudiante de filosofía, la vecina pintora, el profe universitario, la chica-chico estudioso que cambiaba de pronombre según el día y, obviamente, las amistades cercanas, que eran numerosas.

Sé que habrá muchos textos homenaje y no deseo que el mío sea especial, pero quiero contar quién fue ella para mí, arbitrariamente. Por esta única ocasión se tratará de nosotras. Francesca no era una mujer de términos medios. Era una u otra. Y todo lo contrario a la vez. Su ondulante pensamiento la llevaba a experimentar, a vivir, a opinar y a desdecirse al paso de los años. Dialéctica diletante. La vi defender las universidades, levantarse a media charla para increpar a personas tibias durante algún conversatorio, marchar, siempre marchaba. Estaba adherida a muchas causas, con su feminismo como segunda piel, y con sus ojos de filósofa a la que todavía le cabía el asombro en el pecho. Otro café. Otra película. Algunas conversaciones, cortas, por teléfono. Una de las veces que fuimos juntas al teatro, cuchicheamos un poco y alguien, a quien conocíamos bien, nos miró de un modo muy despectivo. Confieso que sentimos un poco de placer por ello. También lo hicimos en el cine. Y qué. La vida es muy breve como para permanecer estáticas. Amábamos abrazarnos durante las películas. Si hay algo que nos unía profundamente era la ternura, el contacto cálido y juguetón.

Gracias a ella entendí mis propias alienaciones, mi racismo interiorizado (aunque ustedes no lo crean, ponderé alguna vez a mis antepasados extranjeros…Ya no, después de comprenderlo y mejor nombrar a mi bisabuela tlahuica y mi abuela de Michoacán, sin especificar sus otros orígenes o vinculaciones) y mi desconocimiento cuasi total de la vida del campo y de la tierra. Me ayudó a comprender las cosmogonías de los pueblos originarios y a descubrir el orgullo que me daba ver crecer a mis amigas. Entendí la dimensión de los animales y el verdadero sentido de la naturaleza en contraposición con el quehacer humano, casi siempre voraz.

En una época en que renuncié a mi habitación propia, la casa materno-paterna estaba lejos de la ciudad, así que Fran, con toda la generosidad del mundo, me ofreció vivir con ella. A veces en una habitación propia, a veces compartida porque éramos varias las que pasábamos noches y noches en su biblioteca, charlando, leyendo, acomodando libros. Me encantaba encontrarla desde la madrugada escribiendo. Me obsequiaba con trufas dentro del primer espresso de la mañana. Solía preparar el desayuno mientras yo, a prisas me preparaba para trabajar. A veces la casa era un barullo y otras tantas, silencio. A su lado se me acomodaba el corazón, roto en general porque por muchos años el existencialismo me agobió. Pero ella era luz dulce. Susurro nocturno que abrazaba mis miedos.

Quien la conocía a ella conocía a muchas personas interesantes. Visitábamos museos y charlábamos con las expositoras, las escritoras, las teatreras. Más café. Berenjenas y frijoles. Pasteles, sí, muchos. Y yo buscaba los tecitos más exóticos con qué deleitarla. Le compraba café en el Villarías o en otros lugares que fuimos descubriendo. O frutas del tianguis sobre Pachuca. Libros iban y venían en préstamo u obsequio mutuo. Me sentí muy honrada cuando me pidió que presentara Al paso de los días. Aluciné por semanas. Traté de ser juguetona y profesional. También leí Los extraños de la planta baja (originalmente, El hombre del gineceo), y evidentemente, al haber convivido en ese espléndido departamento a desnivel, era clarísimo todo. Vino la lectura de La semilla también. Me fascinaron los personajes y la voz narradora siempre crítica, distantemente apasionada. Y se pueden decir mil cosas acerca de la narrativa y las perspectivas de la narración (Uspensky, Todorov, Ricoeur) pero siempre, creo, pude identificar los recovecos de nuestra amada.

Su amor fue tremendo, como pocos en la vida podríamos tener. Y con ese amor hacía del mundo un espacio mejor.

Me gustaba ayudarla a corregir traducciones, como la espléndida que hizo sobre Victor Serge, y que ahora que ha sido publicado el libro, ingratamente es nombrada como colaboradora, cuando pasó semanas enteras volcada en ello. De esto somos testigos Coquena, Axel y yo. Huelga decir que este par de hombres siempre han sido, para mí, imprescindibles en la historia de la comuna que cada cierto tiempo se hubo reunido en lo de Coque, en la Santa María también, que era otra casa de Fran. Incluso cuando hemos disentido en algunos aspectos ideológicos. Quiero que quede constancia del amor tan grande, que no se define por una sola etapa en nuestras historias, sino por el conjunto, y ellos saben por qué.

Recuerdo los tequios para habilitar la casona. Hombres y mujeres limpiando, reparando, pintando. Y luego, las grandes, vegetarianas viandas. Y en otro momento, cuando pintamos las paredes del patio trasero en la casona, y a media jornada preparé una sopita tarasca para quien hubiese ayudado o estuviera de visita. Y el gozo que da el cansancio de lo terminado. Era una noche fría de invierno e hicimos hacinamiento con Helena. A veces podía quedarme por muchas horas, y aún así, siempre me pedía que me quedara otro poco, pero yo, como coneja de Alicia, salía disparada por las mañanas porque siempre tenía algo que hacer. Ahora pienso que desperdicié tiempo valioso de conversaciones pero la vida es lo que es.

Cuando Fran se mudó a la Santa María la familia se nos multiplicó. Todas las personas que han habitado ahí han sido grandes aprendizajes. Maravillosos algunos y otros un poco tristes también. Fran siempre fue muy generosa hasta en el último recurso. No sé cómo le rendía el tiempo para ir creando belleza en cada gesto, pequeño o grande. Solidaria hasta el hueso. Escritora, escritorísima, de novelas, muchas, de cuentos, ensayos y unos poemas profundos, filosóficos, juguetones.  Una eterna adolescente con una preclaridad magnífica. Insolente a ratos, orgullosa de serlo. Testaruda, tierna, arrebatada. Hermosa. Contradictoria a veces.

A todas y todos nos llamaba amor, chiquilina, guapo, bebé… o nuestros nombres en diminutivo. Su amor fue tremendo, como pocos en la vida podríamos tener. Y con ese amor hacía del mundo un espacio mejor. Alguna noche en su biblioteca le pregunté cómo hacía para luchar cada día, si era claro que perdíamos muchas batallas, si el sistema social y político estaba corrompido hasta la náusea, si tantas luchas eran simuladas y desenmascaradas… Dejó de escribir, se levantó, tomó mi cigarro y se recostó a mi lado. Después de un largo silencio dijo: “No lo pienso porque cuando lo pienso lloro, y si me entristezco podría dejar de hacer. No puedo cambiar el destino de las mujeres, así, en su totalidad, pero si puedo ayudar a una, dos, a diez, a cien, aunque sea transitoriamente, está bien. Por fortuna, llegó Helenita a mostrarnos un relato maravilloso que nos devolvió la luz. Helena siempre ha tenido esa cualidad de sacarnos de los breves abismos ontológicos con su candor y en los últimos meses, con toda la fortaleza y madurez posible a su edad.

Me encantaba estar en grupo de amistades a su lado, pero también nos fugábamos del mundo y caminábamos a solas para hablar de literatura y de nuestros corazones, lejos del feministómetro y la corrección. Éramos cómplices de la vida y nos confesábamos muchas cosas que preferiría mantenerlas en esa cajita porque también eso es el amor: el cuidado.

Acudía a mi llamado desesperado en medio de algún ataque de ansiedad y me ayudaba a salir del túnel. Me permitía desbocarme hablando de la muerte, del suicidio, de la locura. Serena, lograba darme consuelo y me hacía saber lo importante que era seguir con proyectos que me gustaran. Me ayudó a asimilar que no me quedé en un trabajo donde me explotaban en cierta universidad del poniente, donde me querían de 8 a 8, hasta Santa Fe, cuando ese no había sido el acuerdo. Me ayudó a comprender mis relaciones abusivas con parejas y amistades, a revalorarme como persona, más allá de mi productividad. Me enseñó a disfrutar el ocio, que no era tal porque devenía en creación.

Tiene un aproximado de 30 obras entre todos los géneros y lo mínimo que habría que hacer (…) es leerla y, si es posible, seguir divulgando su escritura, sus ideas, y no tergiversar sus palabras, no descontextualizarla.

Cuando emigré de la ciudad, nos vimos un día antes. Ella estaba tranquila de verme entera, cada vez más entera a pesar de las circunstancias que me hicieron marcharme. Le envió un correo a una escritora famosa para encomendarme con ella en mi proceso de irme a otro país. Al final no se concretó esa posibilidad pero fue un hermoso gesto procurarme un posible cobijo.

Una vez que vine a la ciudad me prestó su biblioteca para dar un taller. Por supuesto, le daría un porcentaje (no porque me lo pidiera sino porque es lo justo cuando las personas han sido tan generosas). Al final, algunas personas cancelaron de última hora; quise de cualquier modo retribuirla pero de ninguna manera me lo permitió. Solamente nos pusimos a preparar el humus y la ensalada para la comilona de quienes nacimos en julio. Y se veía tan hermosa con la iluminación del tragaluz de la cocina que le tomé fotos.

Nos mensajeábamos mucho cuando algo en nuestros cotidianos nos recordaban a la otra. Nos enviábamos fotos de paisajes, de personas, de viajes. Me compartía sus manuscritos para concursos y fantaseábamos con lo que se haría con esos recursos. Nos animábamos a no dejar nunca de escribir, aunque el mundo doliera. Teníamos una responsabilidad de contar, de enunciar, de crear belleza y decir: “esta pluma es mía”. Su poesía es diáfana, juguetona; enunciaba el dolor, la injusticia, la alegría. Lamento mucho que Era ya no la editara, porque su literatura es magnífica. Entiendo ya, a estas alturas, que el mundo editorial tiene sus propios intereses, que la crítica también lleva a cuestas sus fobias, que lo bueno no siempre es rentable y menos si denuncia la violencia y el machismo, si insta a la liberación.

Tiene un aproximado de 30 obras entre todos los géneros y lo mínimo que habría que hacer, además de hablar de cuando la han mirado pasar, cuando les guiñó un ojito o les felicitó por su quehacer de cualquier índole, es leerla y, si es posible, seguir divulgando su escritura, sus ideas, y no tergiversar sus palabras, no descontextualizarla. Leí y escuché con tristeza que la criticaban por blanca adinerada… Si realmente la hubieran conocido sabrían que eso distaba mucho de ser verdad, y que incluso ella misma sentía un poco de pena por ello, pero si había alguien descolonizada era ella. Y si hubo renuncia a privilegios, fueron los suyos. Decidió no trabajar más en la UACM por coherencia política.  La lucha feminista era para las mujeres, todas, las mujeres, si bien no despreciaba a ninguna identidad, pero tenía muy claro para quién era el feminismo y, sobre todo, el de la diferencia, el comunitario, el de la tierra, de las manos obreras, de las disidencias sexuales.

Me siento muy feliz de haberla acompañado durante todos estos años. Estaríamos juntas hasta el final. Eso lo tuvimos claro. Seguimos leyendo y discutiendo. Procuré darle lo mejor del tiempo y también le daba la paz de mi ausencia si así era pertinente. Respeté su sueño, su silencio, su vulnerabilidad. La prioridad era ella y aun así tuvo la generosidad de hacerme comentarios en un manuscrito mío. Recibí muchos reclamos por no compartir noticias sobre su estado de salud, en el último año, pero yo no quería que se hicieran rumores y que la importunaran como de cualquier manera (y lo entiendo; era la angustia de la incertidumbre y el miedo a lo fatídico) pasó. La intención era buena pero contestar cientos de mensajes, llamadas o visitas (no siempre oportunas) no era viable. Alguna vez, alguien llegó a visitarla, y le dije que estaba dormida. “¿Otra vez? Pero siempre que vengo está dormida”. “Sí, evidentemente, porque necesita reposo, y no la pienso despertar. Puede permanecer en la sala el tiempo que considere pertinente”. Porque era denominador común el “yo-yo”: “yo necesito verla, yo necesito saber, yo quiero recomendarle que…”, así que me cerré y evité mucha comunicación. Agradezco la discreción posible con quienes mantuvieron este pacto.

Mi manera de ver la muerte me hace estar serena. Me consuela saber que donde está, está libre de dolor. Me gusta imaginarla en la luz infinita. Me acompaña su memoria, el eco de su voz, los correos. Me duele no poder abrazarla más, no escuchar su risa, sus pasos sobre la duela. Y creo que al final podrá acompañarnos a todas y todos a marchar, que es omnisciente. Y que cada vez que deje caer una trufa en mi café pensaré en ella.  Hace poco llegó a mí una maceta con rosas amarillas… Aquí está. Todo lo que nos ha legado es inacabable. De ese modo permanece. Que su memoria no se apague jamás.

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