2023 Artículos María Esther Espinosa Calderón 

Caty, a 35 años de su partida

Foto: Cortesía de María Esther Espinosa C.

Por María Esther Espinosa Calderón


El 18 de octubre de 2023, Caty cumplió 35 años que partió, dejando a su bebé de dos días de nacido. Tenía apenas 28 años, una vida por delante, un hijo a quién cuidar y al que esperó con mucho amor.


El 18 de octubre de 2023, Caty cumplió 35 años que partió, dejando a su bebé de dos días de nacido. Tenía apenas 28 años, una vida por delante, un hijo a quién cuidar y al que esperó con mucho amor.

No debió morir, el médico en quien confió no le dio importancia a sus molestias y de manera irresponsable la dejó en manos de su ayudante inexperto que no supo qué hacer ante las complicaciones del parto, dejando desconsolados a su madre, a su padre y a dos hermanos. Un año antes, también por una negligencia médica, perdió la vida su hermano Luis Roberto, de 36 años, y años atrás, Víctor Manuel de 26, a quien igualmente una mala praxis lo llevó a la tumba.

Caty era inteligente, extrovertida, aventada, alegre, vivaracha, dicharachera, solidaria, guapa, estudiosa, buena amiga. Nos conocimos en la preparatoria, donde vivimos momentos únicos, alegres e irrepetibles. Le gustaba vivir el momento y la vida. Nos distraía con su relajo y cuando nos preguntaba algún maestro o maestra ella era la que contestaba acertadamente. En la prepa organizó un viaje de “prácticas” a Guanajuato, nos la pasamos muy contentas y contentos. ¿Qué fuimos a hacer, estudiar o practicar? No lo sé, pero sí vimos las momias, alguna mina y pasamos a “bailotear” a un “antro” cómo ella decía, cuando en ese entonces no se utilizaba este vocablo, era una “disco”.

Inventaba palabras, era única para describir las cosas, heredó el “lenguaje” de su papá, que era muy peculiar. Pisaba fuerte y se escuchaba el tintineo de sus collares y pulseras. Su risa era contagiosa. Era una líder innata. Llamaba la atención por su estatura, su esbeltez y la seguridad con que caminaba y hablaba.

Pisaba fuerte y se escuchaba el tintineo de sus collares y pulseras. Su risa era contagiosa. Era una líder innata.

Se operó la nariz porque no le gustaba, no había necesidad. Un día, fuimos con unas amigas a un bar, un muchacho de la mesa contigua, le dijo: “Qué bonita nariz”, ella volteó, se la tocó y le contestó: “Gracias, acabada de operar”. Inmediatamente la reprendimos: “¡Por qué dices que es operada!”. “Pues mi dinero me costó, por qué no lo he de decir”, nos respondió.

Planeaba fiestas, reuniones y paseos, con los amigos de Alejandro su hermano y nos invitaba a las amigas. Formábamos un hermoso grupo. Llegamos juntas a estudiar a la Ciudad de México, sus hermanos Alejandro y Mario (mi marido) nos llevaron a hacer los trámites y el examen de admisión a la UNAM, nos fue bien, ella se fue a contabilidad y yo a periodismo. Se tituló con mención honorífica. Al poco tiempo consiguió un buen puesto en Banamex.

Nos veíamos, no con la misma frecuencia de antes, pero siempre estábamos atentas una de la otra. Yo la visitaba en su casa cada que podía o salíamos a pasear, a “tomar la copa”, en la Zona Rosa o en las discotecas que estaban de moda y para lo que nos alcanzaba siendo estudiantes. Conocí a sus amigas y ella a las mías, hacíamos buen equipo cuando nos veíamos. Sus papás se habían quedado solos en Uruapan, al poco tiempo se vinieron a vivir con sus tres hijos.

Siempre supo que su hermano Mario me “movía el tapete”, al igual que su mamá; les daba risa al decirles que me lo “regalaran”.

Siempre supo que su hermano Mario me “movía el tapete”, al igual que su mamá; les daba risa al decirles que me lo “regalaran”. Paseamos y viajamos juntas, nos reíamos mucho y cuando estábamos tristes también llorábamos una en el hombro de la otra. Era transparente, como su alma, tenía unos ojos grandes, como su corazón. Esos mismos que lloraron cuando murieron sus hermanos. Esos que sonrieron cuando se casó y que se alegraron al recibir la noticia de que tendría un hijo.

Un día que hablé para preguntarle cómo iba su embarazo y decirle que mi mamá le había tejido una chambrita con zapatitos para el bebé, la sentí triste; días antes tropezó con un alambre de luz y cayó, pero solo fue el golpe. La percibí intranquila. Me dijo: “Tengo mucho miedo de que le pase algo a mi hijo”. Traté de darle ánimos, no sé si lo logré, le reiteré que todo iba a estar bien, que tratara de no pensar en cosas que la angustiaran. Tiempo atrás, al decirle del fallecimiento de mi prima Lety, que había dejado a su hija de un año, me dio el pésame y lloró, le pesaba la orfandad de mi sobrina. Quién diría que pasaría lo mismo con ella. A los pocos días tenía que ir a Toluca a que me revisara el médico, porque recién me habían operado en esa ciudad. Una mañana me desperté sobresaltada con un presentimiento, no podía ni desayunar, le comenté a mi hermana Bolis que me regresaría a mi casa. Me dijo: “¡No te vayas, no estás trabajando, quédate unos días más, a los niños les gusta que estés aquí con ellos!”. No me convenció, me acompañó a tomar el autobús.

Caty no se quitaba de mi mente, el camino se me hizo eterno. Lo primero que hice llegando al departamento fue hablar a su casa. Por azares del destino me contestó Darío, su esposo, a quien encontré por casualidad. Al preguntarle cómo estaba mi amiga, me contestó: “Caty murió, los médicos no pudieron hacer nada”. Me dijo dónde la iban a velar. Sentí que el piso se hundía, empecé a gritar, mi vecina Margarita (QEPD), una señora muy linda, corrió a ver qué me pasaba. Me tranquilizó, me dio una pastilla, les hablé al trabajo a mi hermana Rosa y a mi tía Meya. En la tarde nos fuimos al velatorio; Alejandro y Mario estaban tratando de localizarme, no me habían encontrado y se sorprendieron al verme, les comenté cómo me había enterado.

Su dolor era indescriptible, no existían palabras que los consolaran, era su tercer hijo/a que moría por negligencia médica. Ese dolor que no tiene nombre.

Era conmovedor verlos, pero sobre todo a su papá y mamá don Rober y Tere, quienes a la postre serían mis suegros. Su dolor era indescriptible, no existían palabras que los consolaran, era su tercer hijo/a que moría por negligencia médica. Ese dolor que no tiene nombre. Tere me decía, “si la muerte de Víctor y Beto me dolieron tanto, ver a mi hija partir es más de lo que puedo soportar, me siento morir”.

Caty solo pudo darle un beso de bienvenida y al mismo tiempo de despedida a su hijo Darío Roberto. Estaría feliz de ver que gracias a Carmelita y Don Darío, sus abuelos paternos, es un hombre de bien, “que lo enseñaron a querer a su mamá Caty que está en el cielo”. Dari, es una parte de Caty que nos recuerda que ella está presente, lo queremos y estaremos siempre para él. Dicen que los tiempos de Dios son perfectos y que te vas el día que te toca aunque te quites. Sin embargo, para mí y para los que la queríamos no era su tiempo. Nos quedamos con su recuerdo, con sus risas, con sus alegrías, con tantas y tantas anécdotas: era tan amiguera que algunas amigas la conocíamos como Caty otras como Chalía y cuando la presentábamos con quien suponíamos no la conocían, resultaba que era la misma, se llamaba Catalina Rosalía.

Después de que murió me prometí visitar seguido a su papá y su mamá, llevarles un poco de consuelo, de compañía. Ahí en esas visitas se dio mi relación con Mario. No sé si fue una coincidencia, una Diosidencia o su mano que desde donde está nos juntó a su hermano y a mí. Estoy segura que adoraría a sus sobrinos, como quería a Pau a quien sí conoció. Mi cariño, admiración y mi agradecimiento a ti gran amiga; quiero decirte que Dari, tu hijo, es parte de nosotros. Donde quiera que te encuentres te mando un abrazo con mi amor eterno.

 

 

 

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