2023 Artículos Patricia Karina Vergara Sánchez 

Querida mujer que has vivido difamaciones graves

Foto: Gabriela Martínez M./MujeresNet

Por Patricia Karina Vergara Sánchez


Te difamaron, mujer, y duele, pero esa gente no merece ser quien narre quién eres, no lo permitas. Tú escribes el último verso y todo el universo que cabe en ello.


Te escribo con cariño, con rabia, con tristeza, pero, también con esperanza de que estas palabras pudieran dar un poco de alivio a la ansiedad y al dolor que ahora sientes. Por favor, recíbelas como el abrazo de otra mujer que también ha sido difamada y que sabe que sobrevivirás y que las personas que han tratado de hacerte daño nunca hablaron de ti, sino de sí mismas. Sólo quiero recordarte que el fuego que arde en ti, el fuego de tu corazón es intocable y es lo único real.

Tuve la necesidad de escribirte porque estoy cansada de ver y escuchar las consecuencias de la difamación, una letal forma de violencia, en la vida, en la economía y en la salud física y mental de tantas mujeres.

He visto mujeres que se sumen en depresiones de las cuales es difícil salir; que padecen los estragos de una ansiedad constante; que procrastinan en sus labores –porque llevarlas a cabo las puede enfrentar de forma real o percibida con quienes las difaman–; que dejan de participar en aquello que les gustaba; que cierran sus negocios o asociaciones civiles; que son despedidas de sus empleos o de organizaciones que ellas mismas crearon; que dejan de hacer importantes trabajos, de hacer deporte o arte; que renuncian a sus empleos o a sus espacios de participación política; que padecen ideaciones e intentos suicidas; que, en espiral, pierden cosas, lugares y vínculos que les eran significativos y se viven avergonzadas, empequeñecidas y asustadas tras lo que dijeron de ellas.

Es así como se anula a una mujer y se la expulsa del mundo público –político, deportivo, laboral, artístico, social– para volver a encerrarla en lo privado, como siglos atrás ya se hacía para silenciar a las que incomodaban o, tan sólo, eran visibles.

Parece que el mandato es que toda mujer señalada se muera real o simbólicamente o se avergüence tanto, que, si se atreve a enseñar la nariz fuera de un trabajo anónimo, la casa o cualquier refugio donde pueda tratar de esconderse, vuelva a ser linchada, perseguida, apedreada.

¿Qué es la difamación?

Difamar, en una definición pronta, es: “Decir en público o escribir cosas negativas en contra del buen nombre, la fama y el honor de una persona; en especial cuando lo dicho o escrito es falso”.

Esa definición, si bien es clara y concreta, resulta insuficiente cuando la difamada es una mujer porque no alcanza a mostrar el grado de perjuicio que genera esta forma de violencia porque implica misoginia.

Es violencia de odio hacia las mujeres porque aquella persona que toma la palabra para denostar públicamente a una mujer, dada la configuración lógica de desprecio con la que se mueve el sistema mundo patriarcal, tiene por seguro que, diga lo que diga y sin importar cuán verídico, evidentemente manipulador, poco razonable, poco demostrable o poco posible sea su dicho, la mujer señalada será condenada. Por supuesto, no pasa lo mismo con un hombre, cuando este es públicamente denunciado por alguna atrocidad, su entorno le protegerá, otras mujeres lo compadecerán, sus camaradas le darán palmadas en la espalda y siempre, siempre, habrá quienes estén dispuestos a abrirles las puertas y darles otra oportunidad. Las mujeres, en cambio, señaladas por lo que sea, llevaremos para siempre y aun después de nuestras muertes, la sospecha, una letra escarlata.

Estoy cansada de ver y escuchar las consecuencias de la difamación, una letal forma de violencia, en la vida, en la economía y en la salud física y mental de tantas mujeres.

Para continuar, quiero contar el recuerdo que tengo de un caso, de la afectación a una relación de madre e hija, ambas adultas. La madre es dueña de una empresa, la otra era administradora. Una tercera mujer fue a ver a la madre para decirle que la hija la estaba estafando y que tenía una cuenta secreta en donde guardaba el dinero de las estafas. Incluso, le dio un número de cuenta que podría corresponder a la estafa. La madre trató de ser sutil al preguntar qué estaba pasando, pero cuando la hija se enteró de la razón por la que la madre le hacía ciertas preguntas quedó muy dolida y por meses le preguntó/reclamó a la madre por qué había escuchado esas mentiras y no se había enojado, echado a empujones a la chismosa y defendido ahí mismo la integridad de la hija. “¿Qué no me conoces, madre?”. Esa relación aún sigue con grietas.

Yo creo que la pregunta de la hija es clave. Esta forma particular de violencia tiene esa intención: deformar el rostro de las personas, para que no las reconozcan. La herida es más grave que un hueso roto o que un corte. No hay cirugía plástica que valga porque el daño busca crear una deformación permanente. En efecto, que, incluso, la propia madre no reconozca, que dude, que vea un espejismo.

Hay violencias que buscan controlar, imponer… pero esta tiene por objeto mutilar, destruir, romper vínculos, crear fisuras irreparables… es especialmente sádica. Intenta borrar, anular, matar algo de lo que es la mujer que la recibe.

La difamación de las mujeres ha ocurrido en el paso del tiempo para castigar, silenciar, anular o excluir. En este momento histórico, identifico que esa forma de violencia tiene cargas específicas cuando se trata de contextos políticos donde se lanza. Me explico: cuando se trata de mujeres que ocupan un espacio visible ya sea en política partidista, en organizaciones contrahegemónicas, en la toma de las calles y de la palabra, en asociaciones civiles que defienden derechos humanos o en instituciones públicas, la estrategia ha cambiado. Hasta hace una década, el acusar de “putas”, “lesbianas”, “malas madres”, “poco aseadas”, “malas mujeres” o “locas-pacientes psiquiátricas” era una forma de cumplir con el cometido. Con el paso del tiempo, el avance del movimiento feminista ha permitido reivindicarnos libres en nuestra sexualidad, en nuestra desobediencia a la heterosexualidad, cuestionarnos nuestras maternidades, desobedecer nuestro trabajo obligatorio de cuidados, incumplir algunos aspectos del “deber ser” y reivindicar nuestras neurodivergencias. Así que, si bien, siguen siendo “cargos” que frecuentemente nos lanzan para tratar de herir o descalificar, ya no tienen la fuerza para crear el suficiente ostracismo social. Por ello, la perversidad humana, mayor en esta era de confusión, ha comenzado a acusarnos de crímenes o delitos que anulen nuestros haceres políticos y sociales. Las nuevas difamaciones son por trata, tráfico de drogas, delitos sexuales, violencia contra trabajadoras y colaboradoras, traición a los movimientos sociales, tráfico/corrupción de infantes, corrupción y por enriquecimiento ilícito.

Cada vez es peor, cada vez es más frecuente. Hay mujeres, sin realmente procesos legales en su contra o sin más que un grupo de gente persiguiéndolas en redes sociales constantemente, que han tenido que salir de sus países por estas situaciones, hay quienes han perdido sus negocios o tenido que claudicar en el tema que trabajaba su A.C., las colectivas de mujeres organizadas se rompen por ello, hay artistas que han dejado de crear, hay jóvenes impulsoras de marchas de mujeres –que justo por eso fueron blancos de ataques– que han intentado morir tras la avalancha del acoso moral iniciado por la difamación, hay quienes han padecido embolias, parálisis facial, contracturas incapacitantes, preinfartos e infartos relacionados con la tensión acumulada. De este nivel de desgaste y de consecuencias de la violencia estamos hablando.

Lo que muestro es que hay personas que tratan de dañar a una mujer y, generalmente, lo logran. Dado el nivel social de odio contra las mujeres y la pronta disposición social al rumor, al síndrome del teléfono descompuesto, a la venganza desde viejos rencores, al oportunismo… A unos o unas les basta tirar una piedra, para que una mujer, cualquiera, y en cualquier situación sea lapidada.

Aún más, queda pendiente pensar cuánto se pierde colectivamente del aporte de estas mujeres enfermas, anuladas o exiliadas.

Quiero dejar en claro que no creo que no haya mujeres que cometan violencias e, incluso, crímenes. Muchas mujeres, por ejemplo, son las que difaman a otras, que es de la violencia que escribo hoy. Afirmo que las mujeres no somos por esencia “buenas” y amables; en tanto humanas, somos también capaces del ejercicio de la violencia. Sin embargo, ya que las condiciones que posibilitan la violencia están relacionadas con el lugar de poder de un sujeto, entonces, es evidente la razón por la que las mujeres violentan en menor medida que los hombres y ocurre con recursos distintos a los que ellos usan, generalizando. Hay una razón estructural. Paralelamente, creo que no es un tema que deba silenciarse, hablar de la capacidad de violencia-agresividad-defensa es indispensable, así como tomar acciones de autocuidado y cuidado colectivo al respecto. También, sé que es un tema complejo y lo dejaré para profundizar después, sólo pongo en la mesa que no niego la capacidad de violencia de las mujeres, sólo que no siempre y no como receta exponer a una mujer alivia o protege a quien ha padecido ni abona a la reconfiguración colectiva y, en cambio, con frecuencia, la difamación se vuelve una forma de venganza contra otras, contra nosotras, y es un festín para quienes disfrutan con el rumor y la descalificación hacia todas[i].

Dicho lo anterior, insisto en decirte a ti que has vivido la violencia de la difamación por venganza o para deslegitimarte por alguna razón, que sí, que es una injusticia y no la mereces, ninguna la merece.

También, quiero reconocer que la herida que causa la difamación es más profunda cuando quien la realiza o quien reproduce lo dicho, es, frecuentemente, alguien a quien se estimó o se estima; alguien a quién se ayudó o con quien se ha convivido. Tantas veces he escuchado a víctimas de la difamación llorar recordando: “pero, la acompañé en su aborto”, “le compartí mi comida, cuando no tenía”, “Mientras le cuidaba al perro, ya estaba hablando de mí”, “por mucho tiempo pagué sus gastos”, “impulsé su negocio”, “lo ayudé a concluir su tesis” …

Insisto en decirte a ti que has vivido la violencia de la difamación por venganza o para deslegitimarte por alguna razón, que sí, que es una injusticia y no la mereces, ninguna la merece.

…Y la pregunta siempre es: “¿por qué me hizo esto?”

Tal vez, porque sintió amenaza en tus acciones, aun cuando para ti no tuvieran segundas intenciones. Todas estamos muy heridas desde un sistema cruel y desgarrador y leemos los sucesos desde el miedo a volver a ser lastimadas. Por supuesto, no es justificable andar hiriendo porque no sabemos cómo vivir de otra forma, pero es importante reconocer que, a partir de lo lesionadas que estamos, muy probablemente hay quien tiene la mirada nublada por el dolor y por el miedo a recibir más dolor y, por lo tanto –como gata asustada lista a rasguñar–, esas nubes le hicieron ver tus gestos como amenaza implícita aunque no siempre y no necesariamente fuera así, pero de ahí hay quien atribuye maldad en los actos de otras para protegerse emocionalmente y, posteriormente, esa atribución la toma por certeza, tan así que hay quien acusa públicamente a la otra, incluso de horrores inconcebibles, desde el fantasma que se creó en sus propios temores. Es una injusticia, pero sucede con frecuencia.

Igualmente, porque hay una gran cantidad de personas que no perdonan a quien las ayudó, a quien las miró en vulnerabilidad y desean castigar por haberles tendido la mano. Es un mecanismo para no sentirse en “deuda”, porque en su historia de vida no reconocen haber recibido ayuda desinteresadamente y antes de vivir el “cobro” o de sentirse humilladas por haberte necesitado, tratan de demostrar-demostrarse que eres terrible para no tener nada que agradecer.

Igualmente, pudiste decir un “no” a algo que te pedía. Incluso, sabiendo tanto la otra persona como tú que tenías derecho a decir que no, pero, ante su incapacidad para enfrentar la frustración, eligió castigarte por ello.

También, ocurre con quien ha hecho mal contra ti y, como en un juego de espejos, pretende atribuirte su propia maldad para no tener que mirar lo que ha hecho.

En uno u otro caso, ese “por qué” no tiene que ver contigo, no encontrarás respuesta. Si le hubieras dado más o menos tiempo-apoyo-amor-sexo-dinero-amistad-solapamiento-empleo, de todos modos, hubiera difundido sobre ti lo que difundió, porque lo que pretende hacerte pagar a ti es, bien, una amenaza desde los miedos de su historia de vida o, bien, una carencia-envidia, algo que cree que tú tienes y que no te puede quitar, no puede tener o ser, por eso trata de destruir lo que no alcanzará.

Cuando quien difama son enemigos políticos o esbirros del Estado el “por qué” resulta evidente: necesitan anularte.

Al Estado; a quienes te envidian; a los que contaminan el agua y la tierra; a los proxenetas y comerciantes de cuerpos, trabajo y vida de las mujeres; a las grandes farmacéuticas, recientemente les está saliendo más barato crear libelos y difamar que amedrentar físicamente, como lo hacían en otras épocas y en otras persecuciones políticas. En este caso, el libelo-la mentira-la criminalización sobre ti es, explícitamente, una forma de represión, la represión-anulación política por excelencia en tiempos de existencia virtual.

Ya ocurrió, ya lo hicieron, ya te difamaron. Una, otra y otra vez. Ya dijeron de ti las más grandes bajezas que nunca llegaste a imaginar. Cada persona que corrió el rumor lo hizo más grande y te sentenció, incluso sin conocerte. Te sentiste avergonzada porque las personas amadas, las que te conocen, las que no y las que te conocerán o sabrán de ti en el futuro, sabrán “eso” que han dicho de ti. Te entristeciste por lo miserables que son los seres que lanzaron ese lodo sobre tu existencia, te condueles de este rostro que ahora otros y otras ven monstruoso o que unos más utilizan para desacreditarte-dañarte. No hay nada qué hacer con ello, sólo puedes asimilarlo. Tratar de contener una difamación, es como intentar retener el pensamiento de otros. Es un acto ajeno, no te pertenece.

Sin embargo, sí hay algo que puedes hacer contigo y te hará libre y fuerte: Renuncia a la vanidad.

Di-famar, está compuesto por el prefijo “di” que se refiere a oponerse o contrariar y por la palabra “fama”, que implica el hecho de que sean reconocidas las cualidades, los actos y, también, la opinión, idea o concepto que la gente tiene sobre una persona o una cosa. Es decir, cuando alguien ha vivido una difamación, se trata de que ha sufrido un dicho difundido que se opone al reconocimiento de sus cualidades, actos y a la buena opinión sobre esa persona. Lo que duele es la sensación de pérdida de tu autoconcepto en otros ojos.

La ansiedad, el insomnio, la angustia son productos del miedo a la pérdida de fama, de valoración. Miedo a lo que las otras personas digan de ti, a que las otras personas te juzguen, te increpen o te cierren la puerta en el rostro. Sin embargo, cuando sabes, ahora, qué tipo de seres son y por qué lo hacen, esas personas pierden poder.

Cuando sabes, ahora, qué tipo de seres son y por qué lo hacen, esas personas pierden poder.

De acuerdo, no te tienen en un buen concepto, pero tú tampoco les tengas en un buen concepto. No son mejores ni peores personas, son sólo quienes han elegido ser, una turba enfurecida. Prestarse a un linchamiento es una elección, por qué habrías tú de elegir verles o responderles como si tuvieran derecho alguno de juzgarte o como si debieras agradarles.

Un ser lleno de heridas y carencias mintió sobre ti, otros seres decidieron seguirle, algunos con mejor voluntad, otros con dolo. Eso es todo, no hay más que eso. Si tienes que cambiar de empleo o de casa, si tienes que reinventarte o crear nuevas redes de apoyo, está bien, lo que necesites para estar mejor, pero no te vayas del mundo, no te encierres, enmudezcas, mueras o enloquezcas, no por quienes sólo son la encarnación cruel de la herida del mundo.

Lo que estoy diciéndote, compañera, es que, si renunciamos al deseo de reconocimiento, de fama, nos volvemos libres. Que conste que no estoy proponiendo que renuncies al espacio público, lo que estoy proponiendo es la toma del espacio público sin la vanidad que nos ata a la opinión ajena. Devenir el monstruo que han deseado de ti, de mí, de nosotras. Con este rostro deformado, con esta otra fama de maldad inconmensurable, con este ostracismo impuesto, negarse a la expulsión: sigue hablando, haciendo, proponiendo y proponiéndote.

¿Estoy logrando mostrar el tamaño del desacato que eso significa?

En esta era donde la difamación es la estrategia de guerra para desaparecernos, el contraataque es quedarnos.

Habrá quien crea el rumor, es su elección y postura. Habrá cuatro amigas o una, nada más que no lo crea. En algún lugar, habrá alguien que te dé un abrazo. Con eso es bastante para seguir andando, para sembrarse una misma de ideas, florecer proyectos y ser fructífera en sueños realizados.

Te difamaron, mujer, y duele, pero esa gente no merece ser quien narre quién eres, no lo permitas. Tú escribes el último verso y todo el universo que cabe en ello.

No estás sola. Somos una horda de monstruas levantando el rostro con dignidad.

Nota:

[i] Sobre violencia de mujeres tengo un cuadernillo que con gusto comparto en privado a quien me lo pida, justamente para no ponerlo en vista de quienes buscan morbosamente descalificar las luchas feministas y de mujeres.

 

 

 

 

 

 

 

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