Sesenta y uno
Por Elvira Hernández Carballido
Elvira, madura, que se siente satisfecha con lo que ha logrado. La misma que sigue escribiendo porque sabe que esa vocación es su destino eterno.
Otra vez lloro como niña al estar frente a ella, mi querida Torre Eiffel. Celebro mis 61 años visitando mi lugar favorito: París.
Viajo sola, quise regalar este paseo a la Elvira señora, que ya tiene su credencial del INSEN.
Elvira, madura, que se siente satisfecha con lo que ha logrado. La misma que sigue escribiendo porque sabe que esa vocación es su destino eterno.
Los hombres que amo respetaron mi decisión, de alguna manera intuyen que necesito disfrutarme, apapacharme y reinventarme. Sin embargo, mientras empacaba quise llevarme algo de ellos.
La primera prenda que guardo es ese calcetín que le pusieron a mi amorcito el día que nació.
Luego, doblé cuidadosa esa camiseta que le regalé a ese amor cotidiano en nuestro primer aniversario.
La vaquita de peluche que me obsequió el amor imposible, la misma que sigo abrazando cada noche que me canso de ser adulta.
El pijama que mi amor bandido me dio para dormir todas las noches sin él.
El vestido amarillo donde un día el amor apasionado se asomó para memorizar mi geografía.
Y aunque me detengan por exceso de equipaje decido empacar también las madrugadas en que decido no dormir tan sólo para contemplarlo.
Guardo las estrellas que han sido cómplices de mis travesuras amorosas en los instantes en que juego a seducirlos.
Para que quepan, presiono las palabras amorosas que aprendí a deletrear en cada encuentro amoroso…
Confiada, cierro la maleta.
Ya soy una viajera, la viajera que siempre he querido ser.
Ya soy una viajera, la viajera que siempre he querido ser.
Y al llegar a París, el río Sena se convierte en mi aliado, su apacible orilla es mi guía solidaria y su líquida calma inspira mi paseo solitario.
Hago equilibrio en su ribera justo cuando descubro que ahí está esa torre aliada y cómplice.
Se atisba tan pequeña a lo lejos que creo poder guardarla en un puño.
Se ve tan frágil en la lejanía que estoy segura que se parece a mí.
Por un rato quedo convencida de que cabe en mi mano y se confunde con las líneas de mi vida, mal trazadas, perfectamente dibujadas. Quiero integrarla a las estrías de esta palma que guarda mi pasado y mi futuro, ese mañana que no me importa saber cuándo acabará.
Siento el aire frío parisino acariciar mi rostro, juega con mi cabello y travieso me empuja a aprovechar este paseo.
Qué bonito es sentirse libre, caminar por mi lugar favorito.
Pero sé que en París apenas empieza mi travesía elvirina.
Cumplo 61 años. No dejo de soñar.
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