Lo radical de ser mujer y lesbiana en tiempos de inclusión de varones en todos lados
Foto: Edith Chávez/MujeresNet
Por Aura Sabina
El sexo va más allá de la genitalia. No se cambia usando corbata, falda o maquillaje. Y esto resultaba muy claro hasta que el generismo queer se empeñó en asegurar lo contrario, en negarnos a nosotras el derecho de réplica, la participación en espacios recién ganados, bajo la supuesta inclusión de las disidencias sexuales.
Intento elegir de entre todas las palabras que se agolpan. Suena a lugar común pero en esta ocasión, me siento atravesada por miles de cosas. Sé que este es un lugar seguro aunque nunca faltan vigilantes de la (hipócrita) corrección política, especialmente cuando se es mujer y se habla sobre mujeres.
Quisiera empezar por enunciar que, como buena feminista radical de la diferencia, crítica del género, estoy preocupada por la cooptación de la supuesta inclusión de varones en el feminismo. Quienes tenemos ya un rato en este “negocio” (lo digo en forma coloquial; quien esto escribe no recibe cheques de Soros) sabemos que el sujeto político del feminismo somos las mujeres. Si bien, los varones podrían recibir cierta comprensión al entender que no son necesariamente los más fuertes, capaces ni proveedores, per se, en su categoría hombre, quienes nos interesan son las mujeres, incluidas nosotras mismas, claro está. Esto no quiere decir, en modo alguno, que odiemos a los varones e invisibilicemos la violencia a la que son sujetos, sino que priorizamos a las mujeres.
Las mujeres somos, como bien dijo Simone de Beauvoir al comenzar la segunda parte del Segundo sexo, las hembras humanas, después de asegurar que “No se nace mujer, se llega a serlo”, pues habla del constructo de género que se nos asigna. Ojo, no es el sexo, sino el género. El sexo va más allá de la genitalia. No se cambia usando corbata, falda o maquillaje. Y esto resultaba muy claro hasta que el generismo queer se empeñó en asegurar lo contrario, en negarnos a nosotras el derecho de réplica, la participación en espacios recién ganados, bajo la supuesta inclusión de las disidencias sexuales. Y no, no todas las personas cabemos en el mismo sitio. Yo, al menos, como lesbiana, no me asumo queer ni siento pertenencia con el colectivo Gay Bisexual Trans y otras invenciones (mientras escribo, llega la taquicardia, pensando en lo funada que estaré porque en todo se encuentra “transfobia”, pero en nada se detecta la clara misoginia de siempre, con brillitos ahora).
Pensar que el feminismo debe ser inclusivo no hace más que violentarnos, negar las opresiones que desde nuestro ser mujer sufrimos, sí, desde que nacemos, desde que se nos condiciona, se nos dice que somos débiles, y que si somos fuertes, somos “como varón”. Una condición y sistema donde alrededor de 18 mujeres son asesinadas diariamente, por razones de odio a nuestro sexo (que no género). Ya se ha dicho muchas veces que los feminicidios no son asesinatos pasionales, sino crímenes de odio. Jamás una persona (en este caso, mayoritariamente varones) asesinaría a quien ama. La normalización de esto, muestra lo complejo de lo considerado femenino que usual pero no exclusivamente se asigna a las mujeres, y si no cumplimos con los mandatos de obediencia y servicios afectivos, domésticos, laborales y sexuales, se nos castiga con desempleo, sanciones, cárcel, agresiones físicas, psicológicas, económicas, sexuales y hasta el asesinato. Incluso, desde aquellos colectivos que misóginamente nos tildan “cis” mujeres (como si nosotras hubiéramos elegido nuestra opresión, como si nosotras realmente pudiéramos liberarnos de un sistema aplastante) y TERFas (como si no incluir a los varones que, a partir de la heteronorma y la binariedad masculino-azul: hombre y femenino-rosa: mujer, creen que ser mujer es feminizarse), y nos tachan de odiantes por no aceptar que su autopercepción debe pasar por sobre nuestros derechos. No estoy en contra de que cada quien se vista como quiera o que desee ser llamada, llamado como quiera. Existe la libertad total. Pero de eso a apropiarse de una categoría inalienable (tanto como ser de raza negra o de pueblos originarios o de cualquier otra condición que implique subordinación histórica), hay una distancia considerable. No cuestiono que desde peques hayan tenido una inclinación hacia cuestiones del género opuesto al designado por la sociedad, pero el sentirse mujer no existe. Vamos, ni siquiera yo podría descubrir qué se siente, porque tampoco creo que exista un sentirme hombre. Se puede, sí, decidir no seguir los estereotipos impuestos, pero irse a otro, igual de impuesto, y pensar que es trasgresor, es un tema complejo.
¿Qué diría al saber que se considera transfobia no aceptar a hombres feminizados, que se nos quiere hacer creer que son mujeres y como tal debemos sostener relaciones sexuales con sus penes, por muy “femeninos” que sean y nadie nota lo profundamente violento que esto es?
La misma Monique Wittig, otrora precursora de la teoría, donde se hablaba de todas y todos los parias, se estaría revolcando en su tumba. De hecho, ella misma renegó de lo que hubieron hecho con sus preceptos: tergiversarlos para, una vez más, excluir a las mujeres. ¿Qué diría al saber que se considera transfobia no aceptar a hombres feminizados, que se nos quiere hacer creer que son mujeres y como tal debemos sostener relaciones sexuales con sus penes, por muy “femeninos” que sean y nadie nota lo profundamente violento que esto es? ¿Qué diría de la autopercepción de un adulto de 43 años que se considera niña y con todo el derecho de vincularse con menores de edad? Apología de la pederastia. Y nadie dice nada, por no parecer transfóbica, transfóbico. Habría que cuestionar estos delirios que hacen daño incluso a las personas trans, que sí tienen más conciencia de lo que está ocurriendo.
Creo que los hombres tendrían que construir sus propios espacios para cuestionar su masculinidad y entender por qué cada vez que se ponen al frente de nuestras luchas, lo único que hacen es revictimizarnos. Si bien, es cierto que no todos son asesinos ni violadores, definitivamente con sus bromas y omisiones siguen cumpliendo el mandato patriarcal. Hablar con la supuesta desinencia “e” no es inclusiva de nadie más que de sujetos masculinos. Enunciarnos en femenino, sí nos visibiliza. Personalmente, tampoco me gusta feminizar: “cuerpa”, “chisma”, “contacta”, “abracitas”… Pero respeto a quien desde ahí toma conciencia de la importancia de quiénes somos.
Por otro lado, quisiera retomar el tema de la visibilidad lésbica (iba a colaborar en abril, pero no me dio la vida): Amar a las mujeres ha sido un gran regalo pero también una gran rebeldía. En primera, por ser mujer (que sigue siendo trasgresor, y cada vez más). No se reduce a que ellas me gusten, a que exista el deseo, sino a poder mirarlas en su completitud, más allá del ojo patriarcal con el que nos educan. A cuestionar toda la misoginia internalizada. A entender por qué las personas permanecen en el clóset (tampoco tendría que ser obligatorio revelarlo), a comprender que hay mujeres que se descubren como lesbianas o al menos no heterosexuales a los 30, 40, 50, 60… o por qué ocultan sus vínculos con alguien tan públicamente lesbiana.
Me ha enseñado a reconocer y amar las emociones y los cuerpos, a desmitificar lo que se piensa de nosotras en la vida pública y en la intimidad, a buscar espacios seguros de diálogo, a cuidar a las compañeras independientemente de sus preferencias, a buscar la horizontalidad en los vínculos.
Soy lesbiana con mis amigas, y esto no implica vinculación sexuada, sino comprender las estructuras sociales que usualmente nos ponen en desventaja. Tengo muchas amigas lesbianas políticas, heterosexuales en la práctica. Y las amo. Hace poco me atacaron por decir que lesbianismo político era posible sin serlo en la práctica, porque se piensa que solo se puede serlo con vinculaciones sexuadas, pero disiento: es el amor y no solo el deseo lo que nos configura lesbianas. Hay mujeres que aman a otras mujeres, en completa despolitización, que incluso reproducen violencias patriarcales y estereotipos que en nada abonan a la construcción de vínculos positivos.
La militancia lésbica y feminista me ha enseñado a ser sorora. Quizá no siempre lo fui. Lo reconozco y pido perdón por ello. Tengo derecho de reivindicarme. No soy gay ni mucho menos queer: lesbiana. Lo asumo como una postura política (todo aquello que atraviesa mi existencia: los derechos y participación colectiva, la “otra mirada”, la periferia) y trabajaré por que seamos cada vez más las mujeres que accedemos a lugares todavía vetados, a poner en letras nuestros sentires, a impulsar a nuevas generaciones a ser quienes son: mujeres. No soy monedita de oro ni quepo en todos los espacios, pero esto soy, estos son mis estandartes: mujer lesbiana feminista radical de la diferencia, crítica del género.
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