2019 Columnas Edición Abril'19 Elvira Hernández Carballido 

Sentirse mujer en Estambul

Por Elvira Hernández Carballido


Evocaciones de un lugar donde las miradas, palabras y conductas envueltas en galantería mutilan la dignidad femenina.



Hace justo nueve años hice mi primer viaje por Europa, y entre los lugares que visité estuvo la capital de Turquía. Oh, nunca me había sentido tan triste y hostigada como en esos días que visité tan bello lugar. Fue así, como en mi libro de relatos titulado Viajera que voy, escribí:

¡Mexicana bonita!

¡Qué macha tan hermosa!

Qué bonito nombre, lleno de colores y música como tu país.

Señora, qué preciosa es usted.

Sospecho que los turcos aprenden muchos idiomas para que les compres cualquier mercancía y quizá para que te creas una clienta favorita y bendecida por sus palabras.  Entonces me dicen piropos en mi idioma, frases laudatorias que parecen muy sinceras, pero más que emocionarte te ponen en alerta, algo raro suena en esas palabras.

Su mirada seduce, pero asusta a la vez. Si te besan la mano un escalofrío extraño recorre todo tu cuerpo porque te sientes encantadoramente intimidada. Su galanura te vuelve espectadora de tu propia extrañeza. Esa caballerosidad que atrapa a toda mujer ilusionada, ellos la transforman en un buen pretexto para huir de su cercanía. Sus galanterías mutilaban algo de mi dignidad femenina, aunque dijeran las palabras más aproximadas a la poesía. Esa cortesía que brillaba en su mirada eternamente patriarcal me desvaloraba como nunca jamás me había sentido tan desvalorada.

Quizá por eso en las mujeres turcas solamente encontré miradas tristes, rostros cubiertos, ojos esquivos y silencios absolutos. Ninguna de ellas correspondió a mis sonrisas. Ninguna de ellas intentó escucharme tan solo por un segundo. Ninguna detuvo su andar para explicarme estas sensaciones tan extrañas que me producían sus compañeros de vida. Nunca escuché el tono de su voz, jamás recibí un consejo de ellas para comprender cómo sentirme halagada y no aturdida con esas galanterías turcas. Lo único que compartimos fue el silencio, que me hizo sentirme extraviada como nunca en un país que no conocía y que no alcancé a conocer.

Mi paso seguro por las calles de Estambul de pronto tomaba un ritmo inseguro. La túnica que cubría perfectamente mi cuerpo parecía traicionarme porque de alguna manera ellos adivinaban mis redondeces y aunque sus piropos casi santificaban mis caderas de alguna manera el tono de su voz provocaba que me sintiera maldecida por los siglos de los siglos.

Como nunca sentí ese desamparo femenino que provoca sentirnos amenazadas por el simple hecho de ser mujeres.

Como nunca sentí ese desamparo femenino que provoca sentirnos amenazadas por el simple hecho de ser mujeres. La seducción masculina que me persiguió por cada rincón turco extrañamente desvaloraba mi esencia femenina. Lo decoroso de mi ropa en lugar de protegerme parecía mutilar cada parte de mi cuerpo.

Entonces deseaba desaparecer mis caderas, las mismas que tanto me gusta mover con esa cadencia que me reconcilia conmigo misma. Rezaba para que no se transparentara el grosor de mis tobillos ni la generosidad de mis muslos, los mismos que bendigo mientras me pongo unas medias de color mariposas. Mi luna se nubló al sentirse desamparada entre un idioma extraño y unas palabras incomprensibles.  Esta estrella que hace brillar mi sexo femenino se ocultaba en una extraña oquedad que nunca antes había sentido.

Estambul me dejó triste, me hizo palpar el verdadero olor del desencanto al refregarme en mi propia convicción que esas relaciones de género equitativas siguen siendo una utopía.

Estambul me hizo sentir una viajera extraviada por siempre pese a mi brújula feminista y todos mis mapas donde señalaba el surgimiento de rebeldías furibundamente aliadas con las mujeres de todos los tiempos.

Estambul me reiteró que era una extranjera no solamente en su tierra sino en toda sociedad patriarcal que todavía no cree en nosotras.

Esa ciudad que late entre mezquitas de todos colores, revivió esas malas experiencias que estaban amontonadas en la bodega más lejana de mis malos recuerdos provocados por algún canalla anónimo. Y recordé esos momentos que solamente escondí:

Un intendente perverso que se escondió en el baño de niñas de mi primaria para exhibir vulgar y burdamente esa diferencia biológica entre un hombre y nosotras, unas niñas que nos llenamos de asco.

Aquellos patanes que nos alzaron la falda de la secundaria y se alejaron riéndose a carcajadas pese a que mi amiga Regina les mentaba la madre con toda la fuerza de su alma.

Ese desconocido que me hostigó en el autobús e indefensa preferí bajarme seis paradas antes, temblorosa, culpable y sucia.

El tipo que venía con su novia en el metro, pero aprovechó la apretujada multitud y se atrevió a rasgar mi luna.

Ese compañero borracho al que empujamos por sobrepasarse con la niña más seria del salón y se alejó burlándose de nuestra osadía.

Mi alumno que se transformó en un verdadero monstruo cuando amenazó delante de mí a su novia (también mi alumna) a la que frágilmente protegí con mi propio cuerpo.

Esos jóvenes asaltantes que me golpearon y me manosearon, pero me dolió más su mirada vacía y tan llena de odio.

Fui una equilibrista que oscilaba entre el abismo de la seducción y la barranca del desamparo. La ciega que daba pasos inseguros en las penumbras de un machismo dolorosamente amenazante.

Esta ciudad europea del siglo XXI fue un desconcertante muestrario de mi quebranto femenino cuando los hombres que amo me desencantan. Y pese a sus palabras de amor eterno son capaces de no enviarme jamás un mensajito por el simple placer de reiterarme sorpresivamente su amor. Sus silencios eternos por la ruta de la información pese a que yo les envié un correo sincero y escrito con todo mi amor. Mis diarios arrebatos apasionados y su indiferencia cotidiana. Sus regresos sin explicación y mi bienvenida sin reproches, pero confusa. Su negación ante los milagros de amor que cada vez que puedo les represento con verdadera autenticidad. Esta necedad de jurar que soy solamente suya, pero ellos advierten que no luzco tatuajes de propiedad alguna con nadie.

En Estambul fui una equilibrista que oscilaba entre el abismo de la seducción y la barranca del desamparo. La ciega que daba pasos inseguros en las penumbras de un machismo dolorosamente amenazante. La mutilada que recogía los pedacitos de sí misma después de sentir que cada mirada masculina devastaba mi esencia. La extraviada que se perdía en piropos que me llenaban de una placentera y asfixiante insatisfacción eterna. Una mujer herida al palparse como tal. Una sonámbula que caminaba sobre sus propias pesadillas. Una desamparada que pese a la galantería me quería volver invisible, olvidada, lejana y ajena.

Qué difícil ser mujer en Estambul… ¿Y en la vida? Y en la vida.

Y evoco ese viaje justo en estas semanas que seguimos repitiendo: Yo sí te creo.

 

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