2023 Columnas Elsa Lever M. 

Mi premeno, meno y postmeno. ¿Y tú cómo vas?

Por Elsa Lever M.


La información que existe dice que no hay información (léase con sarcasmo). No se sabe con certeza por qué ocurren los sofocos y mucho menos cómo aliviarlos. ¿Será posible? ¿A estas alturas del partido? ¿Tan misteriosa es la biología de las mujeres?


Oficialmente soy una mujer postmenopáusica. ¡Al fin! Los resultados del perfil hormonal lo confirman. Nunca imaginé que eso me haría tan feliz. Al contrario, hace varios años pensaba en esta etapa con temor: al proceso de envejecer, a que terminara mi edad reproductiva que, aunque no me interesó procrear, era como sinónimo del inicio de una bola de nieve de achaques, insuficiencias orgánicas de todo tipo y maremotos de emociones.

Sin embargo, todo eso a lo que le temía en realidad me atacó en la premenopausia. No están para saberlo ni yo para contarlo, pero durante siete años aproximadamente estuve viviendo una pesadilla infernal. Llegué a creer que nunca acabaría o terminaría mi vida bajo el epitafio “Murió desangrada y anémica”. Ahora me atrevo a bromear, pero en verdad fue un periodo muy largo y torturante. De hecho, he de confesar que toda mi etapa “reproductiva”, desde que comencé a menstruar a los 11 años de edad, estuvo marcada por reglas muy dolorosas. Muy puntualita cada mes, llegaba la visita y con ella la administración de analgésicos que nunca me quitaban el dolor del todo. Solía tomar Espasmo-Cibalgina (drofenina clorhidrato con propifenazona), que según era lo más eficaz en los años 80 y 90, pero solamente me aturdía. Años consumiéndola inútilmente; planchándome el estómago literalmente, tomando té caliente y vomitando al final de cuentas por tanto dolor. Ahora que lo pienso, tal vez fue lo que me provocó la gastritis que ahora es parte de mí. Pero esa es otra historia.

Después fue el ibuprofeno, el diclofenaco… nada servía. Hasta que, como 25 años después, me di cuenta que el efectivo en mi cuerpo era el naproxeno. Me provocaba acidez y colitis pero por lo menos ya no dolían tanto el útero y los senos; era tolerable, pues. Mi flujo no era abundante y la incomodidad, la hinchazón y el dolor duraban cinco días y “a otra cosa mariposa”.

Doy estos detalles porque los cambios que me hicieron caer en la cuenta de que iniciaba la premenopausia, fueron en ese sentido precisamente. Periodos menstruales más largos, más abundantes, más dolorosos, y la regla se tornaba irregular: un mes sí, otro no… hasta que se volvió incierta la fecha en el calendario y la toalla sanitaria ocupó un lugar permanentemente en la bolsa de mano “por si acaso”.

Los primeros años de la premenopausia fueron tolerables de alguna manera. Pero los últimos cuatro años ya no. Recuerdo que iniciaba mis estudios de doctorado cuando las intermitentes reglas se transformaron en sangrados los 28 días, todos los meses y en verdaderas hemorragias. Uno, dos días de “descanso”, y a sangrar de nuevo, todo el mes, ad infinitum. Por supuesto pasé cuatro años anémica. Una nutrióloga me dijo en 2015, al ver los resultados de la biometría hemática, que mis bajos niveles de hierro, hemoglobina y hematocritos ameritaban que recibiera una transfusión; que no entendía cómo podía siquiera levantarme de la cama. Presentaba anemia, anisocitosis e hipocromía. Estuve con inyecciones de hierro durante meses, con el trasero amoratado.

“Accidentes” me sucedían en cualquier lugar, en cualquier momento. Antes era sólo si estaba sentada y la típica mancha al levantarte. Pero después de repente bajaba tanto flujo -sin poderlo prevenir y sin pedir permiso-, que la toalla no lograba absorber tanta cantidad en segundos, y entonces la sangre se escurría por mis piernas, manchando la ropa… y hasta el piso. Recuerdo una ocasión así en un supermercado. Por más inmóvil que me quedé, apretando la entrepierna, la sangre llegó hasta el suelo. Que vergüenzas pasé, en serio. Me encerré en casa, evitaba salir a toda costa, corté toda vida social, y cuando tenía que ir hasta Ciudad Universitaria, a entregar avances de la investigación doctoral, no me quedaba otra que usar pañales para adulta. Y del dolor, qué les puedo decir. Si antes era por cinco días, éste agarró una silla y se instaló en mí. Elsa y dolor eran sinónimos. Ingería hasta 2 mil miligramos de naproxeno casi todos los días. Cada mes me decía a mí misma que, como todo proceso natural, un día tendría que terminar y me negué a seguir yendo a ginecología para que sólo me dijeran que no se podía hacer nada y que se acabaría tarde o temprano. Ni siquiera podía realizarme los papanicolaous y mi libido desapareció.

Pensaba en esas tantas mujeres en estas etapas, que tienen que continuar su vida laboral y familiar sin posibilidad de pausar ni una ni la otra.

Cuando terminé el doctorado y obtuve el grado meses después, me regalé un viaje a Europa de 15 días… con sangrados sin parar. Mi mochila al hombro con la que me fui, contenía un par de mudas y el resto eran analgésicos y paquetes de toallas sanitarias. En cada cama, silla, banca de los hoteles y plazas en Barcelona, París, Venecia y Roma dejé mi hemo-huella, mi ADN.

Al regresar decidí darme un año “sabático”. Sin auto, sin hijos/as, sin pagar renta, sin deudas y en ese entonces sin mascota, pude extenderlo a dos años. Pude darme el lujo (producto de ahorrar una parte de la beca de Conacyt) de no tener que salir a trabajar en esas condiciones. Daba gracias al universo de transitar la fase más fuerte de mi premenopausia refugiada en casa. Pensaba en esas tantas mujeres en estas etapas, que tienen que continuar su vida laboral y familiar sin posibilidad de pausar ni una ni la otra. “Que afortunada soy”, me dije durante dos años.

En ese lapso fue cuando comencé a leer cómo detener tanta hemorragia. ¿Acaso la medicina, según tan avanzada, no ha “encontrado” algo para que las mujeres no tengamos que llegar al grado de morir desangradas, como parecía que estaba siendo mi caso? Cursé los cuatro años del posgrado inundada de sangre, desesperada, dolorida todo el tiempo, anémica, deprimida, harta. Un día fui por fin con una ginecóloga, con la petición expresa de detener el sangrado. Me dijo, fríamente, que el único remedio para acabar con mi tortura era extirpar el útero, y le brillaron los ojos con un destello color moneda cuando me invitó: “Mañana mismo te puedo operar”. Ya había leído que muchas mujeres recurren a ello, que incluso es lo más recomendable para evitar el gran riesgo de morir por desangramiento. Es más, conocía un par de amigas que habían sido intervenidas de urgencia por lo mismo. Pero no acepté y abogué por una solución menos radical. Me recetó una inyección Depo-Provera, prometiendo que daría resultados en 24 horas. Lo cual no sucedió. Dos meses más sin parar y la compré nuevamente para volver a intentarlo, y entonces la magia sucedió. Ni siquiera tuve que usarla. Crucé los dedos para que fuera definitivo.

Pero ¡oh diosas! La felicidad duró muy poco porque iniciaron los sofocos, esos bochornos objeto de tantos chistes e insultos misóginos. Terribles. Ojalá sólo fuera “el calor”; los bochornos fueron para mí taquicardias, mareos, desvanecimientos, dificultad para respirar. Dormía prácticamente con un turbante empapado en la cabeza y durante el día con hielos en la nuca. Y tal como dicen, que una mala noticia nunca viene sola, los sofocos llegaron junto con trastornos del sueño: insomnio, sudoraciones nocturnas, palpitaciones. Noches seguidas sin dormir por supuesto que cambian tu estado de ánimo, por supuesto que estás irritable, agotada, y también lloras después, ¡faltaba más! Las hormonas desequilibradas haciendo de las suyas.

Y entonces, a buscar otra vez, y una larga lista: evitar alimentos picantes o condimentados, bebidas calientes o alcohólicas sobre todo las que elevan la temperatura, vestirte con el “método” de “la cebolla”, o sea en capas, para quitarte prendas cuando sea necesario; dormir tus horas, cargar con tu abanico, adecuar tu habitación para que se mantenga fresca… Y si nada de eso sirve, pues tomar fitoestrógenos, el trébol rojo, o las isoflavonas, soya, tofu, que porque las mujeres orientales son las que menos padecen de este mal, debido a su alimentación. Nada. Tache.

Las industrias respectivas tienen más que estudiado que las mujeres desesperadas como yo compraremos uno, otro y otro remedio, que gastaremos esperando alcanzar la zanahoria, mientras se llenan los bolsillos con nuestro dinero.

También te topas con textos que te recomiendan el remplazo hormonal, y  minutos después lees otro que lo desaconseja porque no hay resultados probados o el cáncer ha resultado ser un efecto secundario. Lo tachas de tu lista. Ni modo.

En una de esas largas noches, obsesionada por hallar un medicamento “milagro” debido a mi desesperación, di con un estudio médico el cual concluía que la gabapentina había sido aprobada para disminuir los sofocos. Tres tomas al día de 300 miligramos es el tratamiento, o sea, 900 miligramos diarios. Va pa’dentro. Es cierto, disminuyeron, pero me mantenían en un estado hipnótico incómodo, desagradable, mareada, con vértigo, en modo zombie. Otro tache.

La información que existe dice que no hay información (léase con sarcasmo). No se sabe con certeza por qué ocurren los sofocos y mucho menos cómo aliviarlos. ¿Será posible? ¿A estas alturas del partido? ¿Tan misteriosa es la biología de las mujeres? Y eso, obvio, abre las puertas a los productos milagro y a la charlatanería o a las medicinas alternativas, porque las industrias respectivas tienen más que estudiado que las mujeres desesperadas como yo compraremos uno, otro y otro remedio, que gastaremos esperando alcanzar la zanahoria, mientras se llenan los bolsillos con nuestro dinero.

Lydia Cacho, en su libro Sexo y amor en tiempos de crisis. Lo que debes saber antes de cumplir 40 (editado por Grijalbo, 2014) advierte sobre la llamada terapia hormonal integral, que “algunos colegas periodistas ignorantes y algunos divulgadores científicos vendidos a las farmacéuticas nos quieren hacer creer que (…) los estrógenos conjugados son lo más nuevo de la ciencia para resolver ‘las necesidades integrales de la salud hormonal de las mujeres’”. Y claramente cuestiona la corrupción existente cuando la industria farmacéutica paga a los médicos y los premia “para que receten medicamentos, utilizando a sus pacientes como ratones de laboratorio (…) La industria farmacéutica y médica no está libre de corrupción” (pp. 215 y 216).

En mi interminable búsqueda, encontré en una farmacia de patente muy popular,  una línea de medicina homeopática, es decir, gotas orales o tabletas a disolverse en la boca, con una dosis ya especificada. Compré un frasco para los “sofocos y malestares por la menopausia”, con tres tomas al día. ¡Bingo! Una de dos: o ya iba de salida o de verdad resultó efectiva la medicina. Como si fuera un sueño, después de dos años de bochornos me sentí otra vez normal.

Siete años aproximadamente duró mi calvario, de algo que se supone es natural, normal. Aprendí que natural y normal no significa que sea en lecho de rosas, pero tampoco imaginé que me tocaría tan lleno de espinas.

La menopausia es ese largo año sin rastro de sangrado. Y digo largo porque tampoco es algo que suceda a la primera. Yo llevaba nueve meses sin sangrados, casi festejaba el adiós definitivo cuando me volvió a bajar. No era posible, lloré y me sentí víctima de la biología, de las hormonas. ¿Acaso era una broma de mal gusto de la naturaleza? ¿Nací defectuosa? Según el “instructivo” de la ginecología, si eso sucede, es borrón y cuenta nueva. Así que después de otros tres meses con sangrado, se ausentó de nuevo y reinicié el conteo: un mes, tres, siete, diez, once… doce por fin.

Siete años aproximadamente duró mi calvario, de algo que se supone es natural, normal. Aprendí que natural y normal no significa que sea en lecho de rosas, pero tampoco imaginé que me tocaría tan lleno de espinas. A mi madre, por ejemplo, la menopausia la sorprendió a los 38 años de edad, sin síntomas ni malestares. En fin. Me recuperé de la anemia, mis glóbulos rojos volvieron a tener color y para el insomnio he recurrido a una benzodiacepina que me permite dormir mis horas y “de corrido”. Una maravilla poder volver a dormir. Hace unos meses hice una limpieza profunda de mi casa –me entró la cosquilla de la filosofía del minimalismo- y me encontré un paquete abierto de toallas sanitarias. Reí de mera felicidad, genuina, neta. Sí, soy postmenopáusica por fin, “y a mucha honra”. Ahora que está de moda hacer fiestas temáticas de todo y de cualquier etapa o suceso relevante de la vida, creo que convocaré a una para celebrar mi postmenopausia.

Lo cierto es que falta información, los avances médicos no se han ocupado de nosotras (y supongo que a propósito), por eso es necesario hablarlo abiertamente, como lo hizo la doctora y querida amiga Josefina Hernández Téllez al convocar al libro La menopausia en la vida de las mujeres (editado por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, 2019), que recopila los testimonios de 17 mujeres con el objetivo de encontrar calidad de vida personal y colectiva. Nuestras experiencias pueden dar luz a las que siguen, y acompañamiento a las que están atravesando estos procesos.

Pero lo sabemos, es sólo una nueva etapa, que trae consigo otros malestares, que muchas veces se convierten en enfermedades. El tiempo no se detiene y seguimos presas de estas industrias médicas (alópata, homeopática, alternativa)… Ahora hay que cuidarse para prevenir la osteoporosis, los infartos, los cánceres… pero esa ya es otra historia. ¿Tú cómo vas?

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