¿Nunca has sido tierna?
Por Elvira Hernández Carballido
Mi amiga murió al empezar este 2023. La extraño y este 18 de agosto hubiera festejado su cumpleaños. Por eso hoy compartí el fragmento de mi primera novela, Las Melodys (Elementum, 2021), donde nuestra historia la vuelve a la vida. Feliz cumple, querida Regina.
Regina y yo jugábamos a hacernos las preguntas de una canción de Olivia Newton John; sonaba muy sentimental, pero también provocadora, y nos gustó más cuando la tradujimos, porque decía: No quiero hacerte enojar, solamente quiero que vayas más despacio. ¿Acaso nunca has sido tierna?
Entonces, si cualquiera de nosotras se enojaba con otra, no nos poníamos de acuerdo o discutíamos, hacíamos reinar la calma con una pequeña estrofa que tarareamos en inglés: ¿Have you never been mellow?
Era yo quien más le cantaba esas estrofas a Regina, porque ella era la especie rara entre nosotras, se le salían las groserías cuando se molestaba y jamás se quedaba callada si estaba en desacuerdo. Nada le daba vergüenza, era la que se arriesgaba, la que trataba a los niños de igual a igual. Regina, la misma que mentaba madres sin pudor alguno; la que fumaba en el baño de la secundaria; quien enfrentaba a cualquier profesor que quisiera pasarse de listo; era la que ponía los más perversos apodos a los gandallas de otros grupos, y por eso no se metían con nosotras. Por Regina leí Pedro Páramo y El Apando. Era quien me forzaba a escuchar jazz y no a los “pinchurrientos” Osmond. Ella, Regina, siempre tan segura de sí.
Por eso, el día que se presentó temprano a la escuela y con los ojos muy hinchados, yo quise bromearle, pero cuando se le escurrieron las lágrimas sólo se me ocurrió jalarla y meternos debajo de las escaleras: guarida segura de quienes no deseaban entrar a alguna clase, y donde el prefecto nunca nos descubría. Me sentí tan vulnerable… ella nunca lloraba, ella era la fuerte, y ahora, ¿qué podía decirle?
—Soñé con mi padre— dijo entre hipos y lágrimas.
Ella, como Tere y Martha, no tenía papá. Jamás hablábamos de eso, ni nos preguntábamos nada. Pero, aquella fría mañana, ella me repetía esa frase con la vista clavada en el piso.
—Soñé con mi papá… soñé con mi papá y no lo conocí. Mamá no quiere platicar mucho de él, dice que fue alguien famoso, que se murió en un accidente automovilístico cuando yo estaba a punto de nacer, que lo lloró, que no pudo despedirse de él, pero que ahora tenía que empezar de nuevo sin él, sin hacerlo santo ni tampoco indispensable. Pero, yo siempre he querido saber más de mi papá. Yo y mi pinche suerte, ¡carajo!
No supe qué decirle. Solamente la abracé y me puse a llorar con ella. Al terminar la clase de Matemáticas, las demás nos buscaron muy preocupadas. A veces, Regina no entraba por llegar tarde, pero yo jamás faltaba. Al vernos con los ojos tan rojos, se asustaron. Les pedí que apapacharan a nuestra amiga, mientras iba a alcanzar al profe. Bondadoso, él me escuchó; le dije la verdad. Nos quería por ser buenas alumnas, aunque Regina lo desesperaba por latosa, y a cada rato la cambiaba de lugar. Agradecí su preocupación y me dio una gran idea:
—Si su papá fue famoso, vayan a una hemeroteca. A lo mejor salió algo del accidente en las noticias de ese día.
Y lo hicimos. Nos sorprendió ver en la primera plana de un periódico la noticia sobre el choque donde murió aquel hombre. Regina fotocopió todo y nosotras no quisimos revisar nada, pero lo que leyó le dio mucha paz; se notaba.
—Ya sé quién soy—nos dijo. Por eso dejaron de sorprendernos sus ataques de rebeldía y de confrontación, pues siempre nos había llevado la contra o reaccionaba como ninguna se atrevería a hacerlo. Seguramente por eso, desde nuestro primer encuentro, nuestras diferencias-coincidencias salieron de inmediato a la luz.
Desde la primera clase, ella se hizo notar por el tono tan grueso y fuerte de su voz. No me caía bien. Se sentaba hasta atrás y se llevaba bien pesado con los niños, entre albures y groserías. Yo trataba de jamás acercarme a ella, pero un día, dos niñas jugaban a peinarse sentadas al centro del patio; se ponían tubos, paseaban el cepillo por sus largas cabelleras, no dejaban de verse una y otra vez en el espejo. Se trataba de una chava muy gordita y otra nada agraciada. Regina empezó a burlarse. Letal para decir la palabra precisa que incomodara, las hizo llorar; y yo, defensora de las causas perdidas, salí a resguardar el honor de las compañeras.
Apenas teníamos quince días de haber entrado a la escuela y no me parecía justo que entre nosotras mismas nos faltáramos al respeto. Desde luego, Regina se burló de mí. Le respondí con mucha dignidad. Se volvió a burlar; empecé a acercarme, retándola a que se viera en un espejo para que repitiera lo mismo. Dudó por un momento. Me acerqué más, al mismo tiempo que empecé a subirme las mangas del suéter, por simple intuición. Alzó las manos como si fuera a rendirse —después me dijo que creyó que iba a golpearla—. Empezó a decir, aunque sin dejar de reírse: “Retiro lo dicho! ¡Retiro lo dicho!”.
Qué mal me cayó. Menos quise tratarla. Pero, algo provocaba que la espiara con discreta envidia. Siempre llegaba peinada con un chongo que, en la tercera o cuarta clase, se deshacía y su pelo caía como una cascada de ébano; le llegaba justo abajo de la cintura. Parecía modelo de comercial, lo alborotaba como si mil huracanes la despeinaran. Pero, ay, ese vozarrón que tenía la distinguía de los demás y provocaba que siempre escucháramos cualquier murmuración de su parte, que nunca pasara desapercibida. A cada rato, los profesores la callaban o le llamaban la atención. Hablaba, hablaba mucho, demasiado.
Cuando presumía que era la niña más veloz de su colonia, juré en silencio ganarle en la siguiente carrera que se iba a celebrar para determinar a las seleccionadas de atletismo. Mientras el profesor de Educación Física decía:
—¡En sus marcas, listas…!
Ay, pinche Regina. Ya estaba celebrando su triunfo, calculando su tiempo, fanfarroneaba. Yo con la vista clavada en la meta, me repetía: “Le gano porque le gano”.
Un fuerte pitazo dio la orden de salida. “¡Maldita!” pensé, “sí que corre rápido”. Apreté el paso y la emparejé. Gocé del esfuerzo reflejado en su cara cuando la aventajé por unos centímetros y ya no pudo alcanzarme. Lo gracioso fue que Martha nos rebasó como si nada y ganó la carrera. Esa derrota se convertiría en el triunfo de nuestra amistad.
Empezamos a entrenar. Nos llevaban a la Villa Olímpica y en el camión surgieron las charlas, las coincidencias y las diferencias. Noté que era disciplinada y, cuando quería, muy solidaria. Nos unió como nunca ser del equipo de relevos. El día de la carrera, la compañera del equipo que salió primero entregó la estafeta en quinto lugar de siete competidoras. Regina hizo todo su esfuerzo, pero no alcanzó a ganar un mejor sitio y me dio la estafeta, gritando desesperada:
—¡Acelera! ¡Acelera!
Apreté el tubo en la mano y con gran esfuerzo rebasé a una, a dos. En tercer lugar, se lo di a Martha. Regina, la otra niña (una chava a la que le decían “La Ultramana”) y yo cruzamos la pista para ver quién de las que cerraba la competencia llegaba primero a la meta. Las hermosas piernas de Martha rebasaron a todo mundo: ¡Ganamos! Las cuatro nos abrazábamos con ese delicioso sabor del triunfo. Regina solamente repetía: —¡Qué bonito! ¡Qué bonito! —.
Fue así como la quinta mosquetera se unió a esta fraternidad de “Las Melodys”, por la película que yo había visto muchas veces, pero la décima fue con Regina en el cine Álamos. En cada escena que se escuchaba la voz de los Bee Gees, decía:
—Oye, oye cómo sube la nota. ¡Qué voz de Barry! ¡Qué matiz de Robin! ¡Qué ritmo de Maurice!—. Y es que ella sabía mucho de música, porque el segundo esposo de su mamá era un gran guitarrista. Me gustaba ir a su casa, siempre llena de violines o conciertos de piano y escuchar una voz que salía de unas bocinas diciendo que escuchabas Radio UNAM; ahí trabajaba su padrastro a quien ella le decía “papi”.
Regina, mi amiga y enemiga, mi hermana y mi rival. Así como la enfrentaba, trataba de protegerla, de disfrutar cada instante, siempre entre travesuras o provocaciones.
Nos gustaba mucho pasear por el parque de Churubusco y después meternos a cualquier museo que estuviera ahí cerca. Regina memorizaba fechas y personajes, le gustaba explicarme cosas nuevas que había descubierto sobre temas históricos, identificaba tipos de arquitecturas y se sabía todas las leyendas de Coyoacán. Al salir del museo nos gustaba caminar y charlar por ahí, comprarnos un dulce e ir poniendo apodos a la gente que se cruzaba con nosotras.
—Mira, ese tipo se parece a Tin-Tan.
—Y el que va del otro lado de la acera es igualito a Polanski.
—Ay, esa señora flaca parece venir de Comala.
—¿Ya viste a ese papacito, igualito que Warren Beaty?
Reíamos libres y seguras. A veces también nos poníamos a cantar, sin importar lo desentonadas que éramos o —Regina cojeaba del mismo pie— nuestro pésimo inglés. Por supuesto, tocábamos el timbre de una casa y con mirada cómplice echábamos a correr, mientras por el interfono no dejaban de preguntar: “¿Quién? ¿Quién?”.
Pero un día, justo al cruzar Río Churubusco y División del Norte donde estaban construyendo un enorme puente para darle mejor vialidad al lugar, unos albañiles pasaron junto a nosotras y nos manosearon. Regina les mentó la madre hasta cansarse, les aventó piedras y hasta su paleta de hielo que había empezado a saborear. Yo solamente lloraba, sintiéndome sucia y mancillada.
—Amiga, rompe tu burbuja. La pinche vida es bien canija —sentenció.
Quizá por eso continuamos coincidiendo hoy ya como señoras de cinco décadas. Ella, sin dejar de fumar, sigue siendo mi confidente, escuchándome con atención. Yo la escucho tratando de escarbar su alma. Un día y por tercera vez en su vida se soltó a llorar conmigo; entonces ella también tuvo que aprender a salir de su burbuja.
–o–
Pero mi amiga murió al empezar este 2023, a los 60 años. La extraño y este 18 de agosto hubiera festejado su cumpleaños. Por eso hoy compartí el fragmento de mi primera novela, Las Melodys (Elementum, 2021), donde nuestra historia la vuelve a la vida. Feliz cumple, querida Regina.
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