Del amor romántico al amor patriótico
Antes que otra cualidad de sus “colaboradores”, para el presidente mexicano la lealtad es lo primero. Eso de que no se puede morder la mano de quien da de comer es una retórica canina usada una y otra vez no solo por esta sino por toda clase política que ha gobernado el país.
En el amor romántico, somos mucho más que dos. En el amor a la patria, somos mucho más que un pueblo. Y después de un espacio prolongado, esta crónica —ya rebasada por los memes, las páginas virtuales de información feminista, los Instagram y los tik tok que son lo de hoy— regresa con una nostalgia a cuestas, con el peso de los años de su autora. No es que haya pasado de todo, sino que todo se ha quedado conmigo.
Y cuando desperté de la pandemia, la idea del amor romántico para las mujeres seguía ahí, reciclada, remodelada, actualizada. Las pruebas de amor ya no son quizá ofrendar la virginidad, sino enviar el pack o practicar el sexting. Incluso, desde cuentas de redes virtuales supuestamente feministas lo promocionan como “sexting seguro”.
Pero el sexting y otras prácticas sexuales virtuales y presenciales, como el poliamor o ser una escort, ni siquiera la prostitución a la que se le denomina trabajo sexual, pueden significar un “avance” o “ejercicio libre” de la sexualidad, en medio de una gigantesca violencia digital, de feminicidios, de trata y explotación sexual de personas. A fin de cuentas, se trata de romantizar una sexualidad libre, diversa, sin ataduras que impide ver todo lo que está detrás: las mujeres seguimos siendo —con o sin consentimiento— el objeto predilecto del placer masculino.
En este gran escenario de tecnología avanzada y supuesta libertad sexual cohabita con otras prácticas que se pueden ver como obsoletas, al seguir promoviendo la idea del amor de pareja —heterosexual— de siglos pasados con dispositivos emocionales, como el 14 de febrero, Día del amor y la amistad. Toda una ingeniería emocional que se crea alrededor de esa fecha y que no involucra nada más al amor, sino otro tipo de sentimientos y afectos, desde el desamor, el odio, la venganza, hasta el orgullo, la alegría y la felicidad.
Al recordar esa fecha, nuestra compañera escritora y periodista Karina Vergara habla de servidumbre emocional. Para la comunicadora Coral Herrera, el patriarcado es un sistema de explotación de mujeres con cinco dimensiones: lo doméstico, lo laboral, lo sexual, lo reproductivo y lo emocional. Sin embargo, esta última está presente en todas las demás: el amor por servir a los demás (como Karina Vergara menciona), el amor al trabajo en condiciones de esclavitud, el amor antes que el placer sexual o el amor de madre (instinto maternal, le dicen).
A fin de cuentas, se trata de romantizar una sexualidad libre, diversa, sin ataduras que impide ver todo lo que está detrás: las mujeres seguimos siendo —con o sin consentimiento— el objeto predilecto del placer masculino.
El amor, junto con otras emociones como el miedo y el odio, son el manto emocional que se construye para consolidar todas las estructuras sociales —atravesadas por el sexo— en las que las relaciones de poder son fundamentales para su sostenimiento; entre ellas, las relaciones de pareja (en especial, la heterosexual). Pero el amor también es político, partidista, oficialista y burocrático.
El mes de febrero es todo amor. Aunque el día 14 ilumina todo ese espectro, está el día 5, aniversario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos; el 9, con La Marcha de la Lealtad, y el 24, Día de la Bandera. De la marcha, ya sabemos, es la conmemoración a la lealtad de las tropas al presidente Madero, en 1913, aunque en el mismo mes, el día 22, fue asesinado.
El Diccionario de la Lengua Española (DLE) indica que lealtad es cualidad de leal. Ser leal —en su acepción 4— es “dicho de un animal doméstico, como el perro o el caballo: Que muestra a su dueño cierta especie de amor, fidelidad y reconocimiento”. El uso del amor, la lealtad y la traición por el presidente Andrés Manuel López Obrador ya se ha comentado en demasía: desde su república amorosa y sus abrazos y no balazos (discursos ya en desuso), ahora por su humanismo mexicano y el “amor al pueblo”.
Antes que otra cualidad de sus “colaboradores”, para el presidente mexicano la lealtad es lo primero. Eso de que no se puede morder la mano de quien da de comer es una retórica canina usada una y otra vez no solo por esta sino por toda clase política que ha gobernado el país. El líder morenista Mario Delgado así se lo dijo al Ricardo Mejía, quien en enero de 2023 renunció a su cargo para competir por otro partido para la gubernatura de Coahuila. Así me lo dieron a entender una y otra vez, cuando siendo funcionaria pública no podía criticar al mismo gobierno que me daba de comer.
La Bandera es uno de los Símbolos Patrios, junto con el Escudo e Himno Nacionales, de México, como lo establece el artículo 1 de la ley correspondiente (así, con mayúsculas). “Desde niños sabremos venerarla y también por su amor vivir”, cantábamos en la ceremonia escolar de honores a la Bandera. Este amor es parte de otro más intenso: el amor a la patria. Y este amor, sí que es constitucional.
Dice el artículo 3 que la educación “[…] Tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él, a la vez, el amor a la Patria”. Y patria, define el DLE, es la “Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos”.
O sea, no se trata solo de nacer en un país, asumir sus tradiciones, cumplir sus leyes. Se trata de sentir, de amar el terruño, su cultura y mucho más. Claro, lo contrario de lealtad es la traición. Para el presidente, los “traidores a la patria” no solo son los que califica como malos o corruptos, sino a toda aquella persona o movimiento social y político, como el feminista, que lo cuestione. Debo recordar que la traición a la patria está incluida en el Código Penal Federal, en el Capítulo I, del Título Primero (Delitos contra la seguridad de la Nación), del Libro Segundo.
Pareciera así que el amor romántico, más que un sentimiento puro, positivo, bueno, se convierte en una herramienta de poder y de control. El romanticismo —de acuerdo con el numeral 4 del DLE que lo define— es una “sentimentalidad excesiva”. O sea, exceso de sentimientos. Un amor extenuante, que agobia, pero se acepta y se reproduce. Como ya lo comenté en esta empalagosa columna, no solo se romantiza la relación de la pareja heterosexual, sino un gobierno, un gobernante, un país.
Por eso veo un riesgo en esta definición, puesto que se estaría avalando que el exceso de emociones puede ser peligroso para todo razonamiento. Y ya lo he dicho aquí: las emociones no son contrarias sino inherentes a la razón. Por eso, más que la exageración de sentimentalidad creo que se trata de la idealización —e ideologización— del amor. El amor a un ser vivo, un objeto o una abstracción (como la patria) se convierte en un acto de fe, y esos actos no se cuestionan, se sienten en demasía.
Un amor extenuante, que agobia, pero se acepta y se reproduce. Como ya lo comenté en esta empalagosa columna, no solo se romantiza la relación de la pareja heterosexual, sino un gobierno, un gobernante, un país.
Aquí estaría pasando a otro terreno que es el de la pasión (“perturbación o afecto desordenado del ánimo”, según el DLE en la quinta acepción), pero el espacio y los conocimientos no me permitirían tocar este asunto. Igualmente, porque no puedo dejar de comentar que en marzo del año pasado se presentó Amor, Desamor y Modernidad. Régimen de una educación sentimental en México y América Latina (1900-1950) (FESI, UNAM, 2021), libro coordinado por Oliva López Sánchez.
En su introducción, la especialista y coordinadora de la Red Nacional de Investigación en los Estudios Socioculturales de las Emociones (Renisce), junto con Rocío Enríquez Rosas, indica que en la obra se presenta una mirada amplia del “modelo del amor romántico como una estructura social con capacidad de organizar las relaciones sexoafectivas entre mujeres y hombres, a través de diversos medios socioculturales”.
En 12 capítulos, se ofrecen datos y una reflexión sobre el amor romántico —surgido en el siglo XII— que permiten “comprender cómo la experiencia amorosa ha sido atribuida a la responsabilidad individual y concebida como un fenómeno interior y psicológico, cuando tiene una raíz social, cultural e histórica que, además, ha promovido las relaciones asimétricas y de subordinación entre los sexos”.
Fueron tres ejes temáticos en los que se estructuraron esas más de 400 páginas: “Reminiscencias del amor romántico en los lenguajes y prácticas de la intimidad a inicios del siglo XX en América Latina”, “El des-orden del amor romántico en el siglo XX: violencia, muerte y locura por amor” y “Amor romántico: industrias culturales, funciones pedagógicas, acciones individuales y políticas”.
En las Consideraciones finales, López Sánchez asevera que “La modernidad en la región puede interpretarse a partir del régimen sentimental desarrollado con la misma tenacidad que el político. Por ello, y en consonancia con Illouz [Eva], aseveramos que la historia del amor y el desamor es la historia de la modernidad”.
Aunque ya he comentado en esta caprichosa columna que en la época de la modernidad a las emociones las encapsularon en lo individual y la psique (las enviaron al sótano, dice Oliva López, siempre citada en mis textos emocionales), el mundo moderno (desde la Ilustración) no se puede entender sin ese análisis emocional en el plano político. Por eso, el feminismo revisa el amor romántico desde los planos político, económico, social y cultural, más allá de las flores, los peluches, los globos y los chocolates.
Hasta aquí mi reflexión rebasada por las excelentes infografías y comentarios breves y extensos de feministas, sus colectivas, académicas, especialistas y muchas otras a quienes leo con frecuencia en mi cuenta de Facebook, una red virtual (la única que tengo) ya pasada de moda.
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