Antonia, una libertaria en mi familia
Por Angélica Jocelyn Soto Espinosa
A casi un año de la muerte de mi abuelo y a unos días del cumpleaños 94 de mi abuela, me permito escribir este relato personal que, al mismo tiempo que fue duelo, ha sido una de mis mayores lecciones sobre las distintas formas en las que se consigue la libertad.
La noche del velorio, mi abuela Antonia, de 93 años de edad, llegó a su recámara y se sentó de frente a la cama que por décadas compartió con su ahora difunto esposo. El cuarto, lleno de fotografías y recuerdos, se hizo enorme y vacío. Miró sus cojines como quien mira el mar. Sospeché que vendría el tsunami de un llanto postergado. No había llorado en todo el día. No lo hizo ni cuando esa tarde fue a comprar el último regalo para el abuelo, quien murió el día de su cumpleaños 97. Después del silencio, en lugar de llorar, la abuela finalmente habló: “no sé si dejar la alfombra o poner piso de duela”. Nos reímos a carcajadas. Era la primera vez en 79 años que tenía la libertad de decidir sobre su propia vida.
Como les anuncié en la entrega anterior, Jilgueras es una columna que busca ofrecer una reflexión personal, íntima, alrededor de las prácticas libertarias y emancipadoras de las mujeres. Esta columna habla de las decisiones que tomamos todos los días y que, de una en una, cifran el mundo en un lenguaje y en un sistema de valores distinto.
La forma más honesta de tocar esas experiencias es empezar por las que nos interpelan en primera persona. Por eso hoy, a casi un año de la muerte de mi abuelo y a unos días del cumpleaños 94 de mi abuela, me permito escribir este relato personal que, al mismo tiempo que fue duelo, ha sido una de mis mayores lecciones sobre las distintas formas en las que se consigue la libertad.
La feria de las flores
Algunos actos libertarios comunes ocurren sólo después de la muerte física y simbólica del opresor. Mi abuela tenía 15 años de edad, y muchos anhelos, cuando mi abuelo decidió robarla porque necesitaba una mujer que lo atendiera. Se conocían de antes. Ella vendía flores en los bailes. Vivían en pueblos cercanos. La abuela le hizo saber que se iría para trabajar y ya no quería verlo. Él la citó para despedirse. Se vieron en un cerro llamado Promesas, qué paradoja. Mi abuela vivía a las faldas de ese cerro con su mamá atormentada por la violencia, su papá alcohólico y seis hermanos pequeños.
El abuelo se hizo ayudar de un cómplice. La subió al caballo frente a la cara asustada de sus hermanitos. Le puso una pistola en la cabeza y se la llevó.
“Aquí vine porque vine a la feria de las flores. No hay cerro que se me empine ni cuaco que se me atore. En mi caballo retinto he venido de muy lejos y traigo pistola al cinto y con ella doy consejos. Atravesé la montaña pa venir a ver las flores. Aquí hay una rosa huraña que es la flor de mis amores. Y aunque otro quiera cortarla, yo la divisé primero. Y juro que he de arrancarla aunque tenga jardinero. Yo la he de ver trasplantada en el huerto de mi casa y si sale el jardinero pos a ver, a ver qué pasa”, dice una canción ranchera que se llama La feria de las flores. Con esa canción y otros relatos, la abuela, el abuelo y toda la familia construyeron una narrativa romantizada de lo que en realidad fue una condena.
Algunos actos libertarios comunes ocurren sólo después de la muerte física y simbólica del opresor.
La rosa huraña
El abuelo llevó a vivir a la abuela a un pueblo que ella odiaba desde niña porque ahí cada 31 de diciembre, fecha de la fiesta patronal, su papá, panadero, se la llevaba a vender, se ponía borracho y la dejaba toda la noche sola.
Desde el día que se la llevó, el abuelo le impuso hijos, animales, magueyes, una religión y la esclavitud doméstica. La abuela cuenta que si en aquella época hubiera encontrado un juzgado, lo denunciaba por tenerla contra su voluntad. Ella intentó regresar a su casa varias veces pero su familia no la dejó volver. Una historia conocida en varias casas de este país.
Mi abuela se sobrepuso y se adaptó. Con los años fue ganando pequeños y grandes terrenos de toma de decisión. Construyó negocios, administró una familia de siete hijos y tomó muchas decisiones que le permitieron gozar de cierta autonomía, independencia y mucha dignidad. Desarrolló una personalidad enérgica, defensiva, autoritaria, “huraña” y violenta que, ya hacia su vejez, se fue dulcificando. Ahora es más bien una mujer alegre, bondadosa, amorosa, risueña, chistosa pero aún muy determinada, muy demandante, muy independiente y muy fuerte.
El abuelo, por su parte, nunca dejó de imponerse. Disponía todas las reglas, incluso el orden y el momento en el que las mujeres podían sentarse en la mesa. La abuela una vez me lo explicó así: “siento como si viviera con un grillete dentro mi cabeza”.
Este dominio patriarcal se extendió y afianzó por generaciones. La opresión la padecimos hijas, nietas, nueras. Yo viví en la casa del abuelo 20 años. Vivir bajo el yugo de un hombre convencido de que las mujeres nacieron para servir a los hombres, me hizo comprender lo valioso que es para nosotras construir la autonomía. Pero esa es otra historia que pueden leer acá: Un hogar en el que habite nuestra libertad
El abuelo murió de COVID-19. Previo a esa enfermedad, llevaba años sin movilidad física por otros padecimientos. Mi abuela, que aún goza de una salud y una lucidez impecable, aprendió a vivir como si también estuviera enferma y se postró junto a él, con la enorme diferencia de que a ella le tocaba bañarlo, alimentarlo y medicarlo. Durante dos años, casi ininterrumpidos, esta mujer sana no salió de su casa. Estaba atada a un hombre enfermo al que visitaban poco, con quien leía la biblia durante horas y que veía los canales de televisión a su antojo.
La emancipación
El día del entierro, la abuela soltó finalmente unas lágrimas; el resto lloramos inconsolables sin entender si el dolor venía de la partida, del término de una era de violencia o del fin del sufrimiento humano que implicó su agonía.
Después nos fuimos a desayunar. Estábamos ahí muchas personas que tuvimos que alejarnos del abuelo, que después nos reconciliamos con una parte de él pero que nunca olvidamos sus abusos. Yo pienso que por eso el desayuno tras su entierro fue un ritual catártico. Reímos mucho. Fue en realidad un festejo que se justificó con la celebración de su cumpleaños. Tomamos mezcal y reímos. Conversamos con honestidad y, por primera vez, las palabras y los asientos de la mesa no se designaron en función del abuelo y los hombres. Desde ese día se sintió que nos reunía una sinergia distinta.
Cuando regresamos del desayuno, la abuela se sintió mal. La casa se percibía sola, lúgubre. Una parte del pecho aún dolía. Acompañé a la abuela a su cama. Se recostó, miró el lado vacío y me dijo: “ahora sí me toca a mí. Al fin soy libre. Tengo que empezar a vivir mi propia vida. Quiero salir, vivir”. Al escucharla sentí como si yo, que fui durante años espectadora impotente de su opresión, hubiera esperado toda la vida por esas palabras. En la otra mitad del pecho se hizo una luz.
Se recostó, miró el lado vacío y me dijo: “ahora sí me toca a mí. Al fin soy libre. Tengo que empezar a vivir mi propia vida. Quiero salir, vivir”.
La reina Xóchitl
Las semanas que siguieron a la muerte del abuelo, la casa se infestó con una plaga de ratones, murió la perrita que era parte de la familia y la jacaranda que duró 30 años afuera de la casa se secó. Por las noches, generalmente en la víspera de alguna salida, la abuela sentía que le tocaban los pies, le apretaban las manos y le gritaban “mujer”, como lo hacía el abuelo para ordenarle cosas.
Convencida de la presencia simbólica del abuelo, la abuela se hizo acompañar de flores blancas y mandó a llamar a una bruja. Ésta limpió la casa y le aconsejó: “perdone al difunto para que pueda descansar”. Mi abuela fue honesta y rotunda: “no puedo perdonar a quien me secuestró cuando era una niña”.
Con los días, mi abuela se olvidó de él y dedicó sus energías y pensamientos a su nueva libertad. Hizo planes para salir diario, llamó a sus familiares para visitarles y dijo que sí a todas las invitaciones que le hicieron. Pero pronto se dio cuenta que, aunque ella tuviera toda la voluntad, su cuerpo no funcionaba a la par que sus nuevas ideas. Actualmente le duelen las rodillas, se le hinchan los pies y, eventualmente, siente un dolor en el pecho al que yo llamo tristeza.
¿Las prácticas emancipatorias implican necesariamente la ruptura voluntaria y premeditada con el opresor? ¿Estas prácticas tienen una edad de inicio y un periodo de caducidad en la vida de las mujeres? ¿Es posible que pese a los años, la edad, la convivencia cotidiana con el opresor, una libertaria nunca se quite del horizonte la posibilidad de su emancipación?
Reflexiono sobre ello a través de la vida de mi abuela porque creo que ella vive ahora bajo la consciencia de que ya no es esposa, ya no es madre, ya no es hija y ya no es trabajadora. Para ella parecen haberse desestructurado casi todas sus sujeciones y, luego de años de sumisión, se concibe a sí misma como merecedora de una libertad plena. Claramente la muerte del abuelo, es decir, el fin de su cautiverio, no fue una decisión suya pero sí lo está siendo la voluntad de llenar de un nuevo sentido, basado en el disfrute, los años que le restan de vida. Eso es lo que me resulta transgresor y convierte a Antonia, al filo de vivir un siglo, en una mujer libertaria.
…la voluntad de llenar de un nuevo sentido, basado en el disfrute, los años que le restan de vida. Eso es lo que me resulta transgresor y convierte a Antonia, al filo de vivir un siglo, en una mujer libertaria.
“La mayoría de las mujeres trastocan el mundo contra su voluntad y lo hacen sin discurso feminista o alternativo (…) en general, las mujeres van de la subversión al hecho transtocador y esa articulación es la que permite elaborar y difundir críticas, propuestas y formas de vida experimentada por ellas mismas desde una nueva condición humana”, explica la antropóloga Marcela Lagarde.
Mi abuela negocia a diario entre el entusiasmo por vivir, la construcción de una vejez plena y las posibilidades reales que le permiten su cuerpo. Aún así lo intentamos.
Al mes de la muerte del abuelo, organizamos un viaje al que se unió casi toda la familia. Pasó el tiempo. Mi abuela compró cosas nuevas, tiró otras. Se apropió del emblemático sillón del abuelo, en el escritorio. Ella lleva sus finanzas y el control de todo lo que puede. Se pintó las uñas con diseños extravagantes. Visitó a sus hermanos y parientes. Llenó su jardín de plantas y flores. Organizamos fiestas en las que cantó y disfrutó hasta pasadas las 12 de la noche. Se entusiasmó con la idea de conocer a otras personas adultas mayores.
Come, bebe, cocina y hace lo que le gusta. Hace unos meses instalamos en el jardín una mesa, sillas y una hamaca. Ahí los viernes pasamos las tardes jugando a la lotería y tomando tequila. Me cuenta de los lugares que aún quiere visitar, la serie que le gusta y sus planes. Trabaja mucho en reinventarse y definirse desde lo que, aún en opresión, ella siempre ha sido.
¿Quién es Antonina? Cerca de sus 94 años, lo sigue definiendo. En una fiesta de disfraces reciente me dijo que quería disfrazarse de la reina Isabel o de María Félix y el otro día, mientras posaba entre sus plantas para que le tomara fotografías, me pidió que en adelante la llamáramos la Reina Xóchitl.
Esta columna es, principalmente, una invitación para empezar a narrarnos desde la potencia que implica la palabra libertad y es, también, un llamado para llenar de contenido, de argumento, de significado y de prácticas reales la palabra autonomía. ¿Lo intentamos?
Si quieren compartir conmigo sus reflexiones, opiniones o historias emancipadoras, por favor dejen aquí sus comentarios o escríbanme a angjos.se@gmail.com. Las leeré con mucho gozo.
Hasta pronto, jilgueras..
✔El canto de las aves es más bello cuando están en libertad